lunes, 19 de mayo de 2014

Peregrinamos al Rocío, peregrinamos a la Vida Plena.

Queridos hermanos,

Escribo estas letras en el momento en el que estáis celebrando el Triduo en Honor de Nuestra Señora del Rocío, como preparación a vivir el acontecimiento más maravilloso que a lo largo del año se dibuja en vuestros sueños y provoca en vuestro corazón un palpitar sin igual: encontraros ante las plantas de la Señora de las Marismas, contemplar su mirada radiante y compasiva, y en la calidez de sus manos, dejaros caer y acariciar por la dulzura de una madre sin igual.

La Romería de este año tiene un matiz precioso y es que celebramos el XXI aniversario de la peregrinación de San Juan Pablo II a la aldea de Almonte para postrarse ante la Madre de Dios, asunta en cuerpo y alma al cielo, coronada con oro de ofir. Él se recogió en un largo silencio que sobrecogió a la multitud de peregrinos que fueron a recibirlo, y ante la contemplación de “la mujer vestida de sol, la luna bajos sus pies, y sobre su cabeza una corona de doce estrellas”, pidió incesantemente por todos los peregrinos animando a que fuéramos testimonio luminoso de la fe en nuestros hogares, en nuestra tierra, en el mundo entero.

Nadie puede dar lo que no tiene. Nadie puede dar a Jesucristo si no ha tenido una experiencia de encuentro íntimo y en verdad con Él. Por eso, se hace necesario que los cristianos hagamos verdad nuestra identidad de hijos. No basta con afirmar soy cristiano porque estoy bautizado y pertenezco a una Hermandad. Decir ser cristiano implica un cambio en el corazón y adherirse por completo al Señor. Adherirse es comprometer la vida entera, nada de tibiezas, ni sincretismos…, es vivir la radicalidad y exigencia del Evangelio. En María, madre y señora del Rocío, tenemos el camino para llegar al conocimiento de Jesús y también el ejemplo de como seguirle e ir silenciosamente tras sus huellas y proclamar con el olor de las buenas obras nuestro amor.

En el libro del Eclesiástico (c.24) podemos leer: “Yo soy la Madre del amor hermoso, del temor, de la ciencia y de la santa esperanza. En mí toda la gracia para conocer el camino de la verdad; en mí toda la esperanza de vida y virtud”. La Virgen del Rocío aparece ante todos como la puerta que nos permite llegar al conocimiento del Señor; de ahí, que os anime a buscar momentos de intimidad y silencio, como Ella, en su sencillez y pequeñez, realizaba todos los días en la aldea de Nazaret. Esa disposición constante de ponerse en la presencia de Dios, de abrir su alma por entero al Creador, hizo que Dios mismo se enamorara de su hija, para desposarla y hacerla Madre del Divino Hijo. Por medio de Ella, el Señor también viene a nosotros y quiere realizar con cada uno un itinerario esponsal que nos lleve a participar un día de la vida plena en Dios. El Padre bueno y misericordioso quiere colmarnos con su gracia, y la Virgen del Rocío es la fuente por la cual la Santísima Trinidad hace bajar ríos de gracia hasta nosotros, porque Ella es “la esposa rica en joyas espirituales, madre del único Esposo, la fuente de todas las dulzuras, la delicia del jardín espiritual, la fuente de las aguas vivas y vivificantes que descienden del Líbano divino, del Monte Sión, hasta los pueblos extraños dispersos por todas partes”, como afirmaba San Amadeo de Lausana.

Queridos paisanos, el pueblo de Cabra saldrá a despediros e implorar que en la carreta del Simpecado carguéis sus dolores y sufrimientos, sus gozos y esperanzas para que con devoción y reverencia depositéis a las plantas de la Divina Pastora, y como paloma de hermosa blancura vuele hasta el corazón de la Trinidad llevando las plegarias sencillas de un pueblo enamorado de la Santísima Virgen. Os insto a que vuestro peregrinar sea también un peregrinar hacia lo profundo de vuestro corazón para descubrir lo que oscurece vuestra vida e impide que trasluzca la belleza de la santidad, extirpar con el bálsamo sanador del sacramento de la penitencia toda maledicencia e infamia que afea y denigra la imagen de la divinidad en nuestras vidas; y con el alma límpida recibir el cuerpo y sangre de nuestro Señor y, a imagen del Lirio blanco de la Trinidad, convertiros en manantiales de caridad que harán que el mundo entero arda de amor a Dios.


Si así vivís, no solo esta peregrinación, sino el peregrinar como hijos de Dios en la vida ordinaria, algún día alcanzaréis la gloria eterna y seréis coronados por el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo. Y la jerarquía celestial saldrá a vuestro encuentro, y se alegrarán como se alegraron al ver coronada por la Santísima. Trinidad a nuestra Señora del Rocío como Reina de cielo y tierra: “Los serafines se admiraban del ardor de su caridad; los querubines, de la plenitud de su ciencia; los tronos, de la abundancia de su paz; las dominaciones, de la grandeza de su potestad; las virtudes, de la excelencia de sus dones, y los demás ángeles de la soberanía de su perfección y santidad” como describía Luis de la Puente.

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