domingo, 22 de febrero de 2015

Fortalezcan sus corazones (St 5,8)

Queridos hermanos y hermanas:

La Cuaresma es un tiempo de renovación para la Iglesia, para las comunidades y para cada creyente. Pero sobre todo es un «tiempo de gracia» (2 Co 6,2). Dios no nos pide nada que no nos haya dado antes: «Nosotros amemos a Dios porque él nos amó primero» (1 Jn 4,19). Él no es indiferente a nosotros. Está interesado en cada uno de nosotros, nos conoce por nuestro nombre, nos cuida y nos busca cuando lo dejamos.

Cada uno de nosotros le interesa; su amor le impide ser indiferente a lo que nos sucede. Pero ocurre que cuando estamos bien y nos sentimos a gusto, nos olvidamos de los demás (algo que Dios Padre no hace jamás), no nos interesan sus problemas, ni sus sufrimientos, ni las injusticias que padecen… Entonces nuestro corazón cae en la indiferencia: yo estoy relativamente bien y a gusto, y me olvido de quienes no están bien. Esta actitud egoísta, de indiferencia, ha alcanzado hoy una dimensión mundial, hasta tal punto que podemos hablar de una globalización de la indiferencia. Se trata de un malestar que tenemos que afrontar como cristianos.

Cuando el pueblo de Dios se convierte a su amor, encuentra las respuestas a las preguntas que la historia le plantea continuamente. Uno de los desafíos más urgentes sobre los que quiero detenerme en este Mensaje es el de la globalización de la indiferencia.

La indiferencia hacia el prójimo y hacia Dios es una tentación real también para los cristianos. Por eso, necesitamos oír en cada Cuaresma el grito de los profetas que levantan su voz y nos despiertan.

Dios no es indiferente al mundo, sino que lo ama hasta el punto de dar a su Hijo por la salvación de cada hombre. En la encarnación, en la vida terrena, en la muerte y resurrección del Hijo de Dios, se abre definitivamente la puerta entre Dios y el hombre, entre el cielo y la tierra.

Y la Iglesia es como la mano que tiene abierta esta puerta mediante la proclamación de la Palabra, la celebración de los sacramentos, el testimonio de la fe que actúa por la caridad (cf. Ga 5,6). Sin embargo, el mundo tiende a cerrarse en sí mismo y a cerrar la puerta a través de la cual Dios entra en el mundo y el mundo en Él. Así, la mano, que es la Iglesia, nunca debe sorprenderse si es rechazada, aplastada o herida.

El pueblo de Dios, por tanto, tiene necesidad de renovación, para no ser indiferente y para no cerrarse en sí mismo. Querría proponerles tres pasajes para meditar acerca de esta renovación.

1. «Si un miembro sufre, todos sufren con él» (1 Co 12,26) – La Iglesia

La caridad de Dios que rompe esa cerrazón mortal en sí mismos de la indiferencia, nos la ofrece la Iglesia con sus enseñanzas y, sobre todo, con su testimonio. Sin embargo, sólo se puede testimoniar lo que antes se ha experimentado. El cristiano es aquel que permite que Dios lo revista de su bondad y misericordia, que lo revista de Cristo, para llegar a ser como Él, siervo de Dios y de los hombres.

Nos lo recuerda la liturgia del Jueves Santo con el rito del lavatorio de los pies. Pedro no quería que Jesús le lavase los pies, pero después entendió que Jesús no quería ser sólo un ejemplo de cómo debemos lavarnos los pies unos a otros. Este servicio sólo lo puede hacer quien antes se ha dejado lavar los pies por Cristo. Sólo éstos tienen "parte" con Él (Jn 13,8) y así pueden servir al hombre.

La Cuaresma es un tiempo propicio para dejarnos servir por Cristo y así llegar a ser como Él. Esto sucede cuando escuchamos la Palabra de Dios y cuando recibimos los sacramentos, en particular la Eucaristía. En ella nos convertimos en lo que recibimos: el cuerpo de Cristo. En él no hay lugar para la indiferencia, que tan a menudo parece tener tanto poder en nuestros corazones. Quien es de Cristo pertenece a un solo cuerpo y en Él no se es indiferente hacia los demás. «Si un miembro sufre, todos sufren con él; y si un miembro es honrado, todos se alegran con él» (1 Co 12,26).

La Iglesia es communio sanctorum porque en ella participan los santos, pero a su vez porque es comunión de cosas santas: el amor de Dios que se nos reveló en Cristo y todos sus dones. Entre éstos está también la respuesta de cuantos se dejan tocar por ese amor. En esta comunión de los santos y en esta participación en las cosas santas, nadie posee sólo para sí mismo, sino que lo que tiene es para todos.

Y puesto que estamos unidos en Dios, podemos hacer algo también por quienes están lejos, por aquellos a quienes nunca podríamos llegar sólo con nuestras fuerzas, porque con ellos y por ellos rezamos a Dios para que todos nos abramos a su obra de salvación.

2. «¿Dónde está tu hermano?» (Gn 4,9) – Las parroquias y las comunidades

Lo que hemos dicho para la Iglesia universal es necesario traducirlo en la vida de las parroquias y comunidades. En estas realidades eclesiales ¿se tiene la experiencia de que formamos parte de un solo cuerpo? ¿Un cuerpo que recibe y comparte lo que Dios quiere donar? ¿Un cuerpo que conoce a sus miembros más débiles, pobres y pequeños, y se hace cargo de ellos? ¿O nos refugiamos en un amor universal que se compromete con los que están lejos en el mundo, pero olvida al Lázaro sentado delante de su propia puerta cerrada? (cf. Lc 16,19-31).

Para recibir y hacer fructificar plenamente lo que Dios nos da es preciso superar los confines de la Iglesia visible en dos direcciones.

En primer lugar, uniéndonos a la Iglesia del cielo en la oración. Cuando la Iglesia terrenal ora, se instaura una comunión de servicio y de bien mutuos que llega ante Dios. Junto con los santos, que encontraron su plenitud en Dios, formamos parte de la comunión en la cual el amor vence la indiferencia.

La Iglesia del cielo no es triunfante porque ha dado la espalda a los sufrimientos del mundo y goza en solitario. Los santos ya contemplan y gozan, gracias a que, con la muerte y la resurrección de Jesús, vencieron definitivamente la indiferencia, la dureza de corazón y el odio. Hasta que esta victoria del amor no inunde todo el mundo, los santos caminan con nosotros, todavía peregrinos. Santa Teresa de Lisieux, doctora de la Iglesia, escribía convencida de que la alegría en el cielo por la victoria del amor crucificado no es plena mientras haya un solo hombre en la tierra que sufra y gima: «Cuento mucho con no permanecer inactiva en el cielo, mi deseo es seguir trabajando para la Iglesia y para las almas» (Carta 254,14 julio 1897).

También nosotros participamos de los méritos y de la alegría de los santos, así como ellos participan de nuestra lucha y nuestro deseo de paz y reconciliación. Su alegría por la victoria de Cristo resucitado es para nosotros motivo de fuerza para superar tantas formas de indiferencia y de dureza de corazón.

Por otra parte, toda comunidad cristiana está llamada a cruzar el umbral que la pone en relación con la sociedad que la rodea, con los pobres y los alejados. La Iglesia por naturaleza es misionera, no debe quedarse replegada en sí misma, sino que es enviada a todos los hombres.

Esta misión es el testimonio paciente de Aquel que quiere llevar toda la realidad y cada hombre al Padre. La misión es lo que el amor no puede callar. La Iglesia sigue a Jesucristo por el camino que la lleva a cada hombre, hasta los confines de la tierra (cf. Hch 1,8). Así podemos ver en nuestro prójimo al hermano y a la hermana por quienes Cristo murió y resucitó. Lo que hemos recibido, lo hemos recibido también para ellos. E, igualmente, lo que estos hermanos poseen es un don para la Iglesia y para toda la humanidad.

Queridos hermanos y hermanas, cuánto deseo que los lugares en los que se manifiesta la Iglesia, en particular nuestras parroquias y nuestras comunidades, lleguen a ser islas de misericordia en medio del mar de la indiferencia.

3. «Fortalezcan sus corazones» (St 5,8) – La persona creyente

También como individuos tenemos la tentación de la indiferencia. Estamos saturados de noticias e imágenes tremendas que nos narran el sufrimiento humano y, al mismo tiempo, sentimos toda nuestra incapacidad para intervenir. ¿Qué podemos hacer para no dejarnos absorber por esta espiral de horror y de impotencia?

En primer lugar, podemos orar en la comunión de la Iglesia terrenal y celestial. No olvidemos la fuerza de la oración de tantas personas. La iniciativa 24 horas para el Señor, que deseo que se celebre en toda la Iglesia —también a nivel diocesano—, en los días 13 y 14 de marzo, es expresión de esta necesidad de la oración.

En segundo lugar, podemos ayudar con gestos de caridad, llegando tanto a las personas cercanas como a las lejanas, gracias a los numerosos organismos de caridad de la Iglesia. La Cuaresma es un tiempo propicio para mostrar interés por el otro, con un signo concreto, aunque sea pequeño, de nuestra participación en la misma humanidad.

Y, en tercer lugar, el sufrimiento del otro constituye un llamado a la conversión, porque la necesidad del hermano me recuerda la fragilidad de mi vida, mi dependencia de Dios y de los hermanos. Si pedimos humildemente la gracia de Dios y aceptamos los límites de nuestras posibilidades, confiaremos en las infinitas posibilidades que nos reserva el amor de Dios. Y podremos resistir a la tentación diabólica que nos hace creer que nosotros solos podemos salvar al mundo y a nosotros mismos.

Para superar la indiferencia y nuestras pretensiones de omnipotencia, quiero pedir a todos que este tiempo de Cuaresma se viva como un camino de formación del corazón, como dijo Benedicto XVI (Ct. enc. Deus caritas est, 31).

Tener un corazón misericordioso no significa tener un corazón débil. Quien desea ser misericordioso necesita un corazón fuerte, firme, cerrado al tentador, pero abierto a Dios. Un corazón que se deje impregnar por el Espíritu y guiar por los caminos del amor que nos llevan a los hermanos y hermanas. En definitiva, un corazón pobre, que conoce sus propias pobrezas y lo da todo por el otro.

Por esto, queridos hermanos y hermanas, deseo orar con ustedes a Cristo en esta Cuaresma: "Fac cor nostrum secundum Cor tuum": "Haz nuestro corazón semejante al tuyo" (Súplica de las Letanías al Sagrado Corazón de Jesús). De ese modo tendremos un corazón fuerte y misericordioso, vigilante y generoso, que no se deje encerrar en sí mismo y no caiga en el vértigo de la globalización de la indiferencia.

Con este deseo, aseguro mi oración para que todo creyente y toda comunidad eclesial recorra provechosamente el itinerario cuaresmal, y les pido que recen por mí. Que el Señor los bendiga y la Virgen los guarde.

Vaticano, 4 de octubre de 2014

Fiesta de san Francisco de Asís


FRANCISCUS PP.

viernes, 20 de febrero de 2015

Ayunar de la injusticia

Hoy es un día para ayunar, abstenernos, renunciar, y dejar atrás aquello que nos impide dar a los demás lo inscrito en lo profundo de nuestro corazón; la bondad, belleza y amor de Dios.

Escuchamos del profeta Isaías:

“El ayuno que yo quiero es éste:
que abras las prisiones injustas,
que desates las correas del yugo
que dejes libre a los oprimidos,
que acabes con las tiranías,
que compartas tu pan
con el hambriento,
que albergues a los pobres sin techo,
que proporciones vestido al desnudo
y que no te desentiendas
de tus semejantes”.

Estas palabras del profeta, hoy, las escuchamos en quienes revestidos de un neo-profetismo político nos disertan con grandes discursos, arengas políticas, que al fin y al cabo terminan siendo soflamas vacuas y frívolas en las que subyacen intereses personales en busca de una ganancia que deja entrever el deseo imperioso y arrogante del poder por el poder. Un poder para someter y no servir. Muy lejos éstas intenciones de lo que proclama la Palabra de Dios y que la Iglesia, todos nosotros, hemos abandonado porque hemos caído presa del relativismo imperante.

El ayuno verdadero al que somos invitados no es otro que abstenerse del egoísmo, renunciar a la comodidad, a una vida fácil, de mentalidad gregaria, del placer por el placer, de la autocomplacencia y la gloria personal. Es poner todo nuestro esfuerzo y sacrificio personal en estar más atento y solícito con aquel que pasa hambre y sed, creando en mi el sentido de responsabilidad con los pobres y menesterosos. Es romper con los muros de la servidumbre, la explotación, la miseria…, es levantar, sin miedo a la persecución, la voz para denunciar el abismo que se abre entre norte y sur, pobres y ricos…, es rebelarse contra una “política y una economía sin principios, riqueza sin trabajo, placer sin conciencia, conocimiento sin carácter, comercio sin moralidad, culto sin sacrificio, ciencia y tecnología sin humanidad.” (Megan Mckenna)


He de ayunar porque Cristo todavía no ocupa todo mi corazón, no está presente en mis pensamientos, palabras y acciones. Y tampoco ocupa el centro de la sociedad, de la vida y progreso de la humanidad. He de ayunar para crear el vacío en mi interior de forma que sea ocupado y regado por el amor de Dios y así, poco a poco, seamos, como la buena tierra y buena simiente, capaces de hacer germinar en nuestra sociedad la semilla del Reino de Dios.

jueves, 19 de febrero de 2015

“El que pierda su vida por mí, ése la salvará”

La disciplina de la Cuaresma nos acompaña a lo largo de toda la vida, es un mantener viva la confianza en Dios frente a la adversidad y las pruebas cotidianas, fortaleciendo la comunión con los otros. Quien es constante y no se aparta del Dador de todo bien alcanzará el bien de una existencia eterna que supera cualquier esperanza presente.

Escuchamos de labios de Moisés: “Mira, hoy pongo delante de ti vida y felicidad, muerte y desgracia”. Se dirige a su pueblo poco antes de entrar en la Tierra Prometida. Ha sufrido y vagado en el desierto mucho tiempo, ha sido probado en muchos acontecimientos y circunstancias…, pero aún así, Moisés les advierte que no todo está conseguido, que hay que seguir manteniendo la fidelidad al Señor y sus preceptos por encima de todas las tentaciones que van a surgir en esta nueva etapa que se abre cargada de esperanza. Su existencia podrá ser bendición o maldición si se desvían, sino escucha su palabra, si se deja arrastrar por otras apetencias y da la espalda a Dios.

El Señor con su muerte y resurrección nos abre a una existencia nueva. Esta bendición que hemos recibido exige una respuesta, negarnos a nosotros mismos. Pero en cambio, la intención y el modo de actuar ordinariamente está lejos de la propuesta evangélica. Nos dejamos atrapar por los nuevos ídolos que embriagan nuestro espíritu y nos incapacitan para regirnos por nosotros mismos, las relaciones son vividas de forma interesada, nos negamos a la capacidad del sacrificio y la renuncia, deseamos tenerlo todo aquí y ahora, dejándonos la savia en algo que jamás termina de complacernos y no sacia la sed de felicidad.

Alcanzar el valle frondoso y exuberante, encontrar la fuente de la salud que cura todas las heridas, se llega si somos fieles. La gozará quien sea  consciente de que sólo el que se deja la vida día a día, minuto a minuto, en el seguimiento a Cristo,  toma su cruz de cada día, y se mantiene firme y sin negociar ningún ápice de su Palabra por muy dura que se haga y ardua de aceptar. Sólo ése  será el que disfrutará de la bendición de una vida plena y duradera.

Esta carrera no la disputamos solos. Cristo mismo nos acompaña y sostiene. Os animo a poneros en sus manos y pedirle:


“Que Cristo nos sostenga todo el día, hasta que las sombras se extiendan y llegue la noche, el ajetreado mundo se calle, pase la fiebre de la vida y nuestro trabajo esté realizado. Entonces, que en su misericordia tenga a bien concedernos al final refugio y un lugar de santo descanso y paz. Amén”. Cardenal John Henry Newman.

miércoles, 18 de febrero de 2015

Un tiempo de cambio y conversión

Queridos amigos, vivimos unos tiempos convulsos y de grandes cambios tanto en el ámbito personal como a nivel institucional. En ocasiones se suscitan estas mudanzas de una forma vertiginosa que difícilmente podemos asumir y que genera un caos en nuestro interior y por ende en la sociedad de la que participamos.

El ritmo frenético nos impide gozar y disfrutar del hoy, generando en nosotros un estado de ansiedad que intentamos apagar con el deseo de que llegue pronto un tiempo de descanso (fin de semana) o un tiempo de vacación para encontrar cierta serenidad. Pero luego, incluso este momento no termina de saciarnos porque incluso el descanso profesional llegamos a vivirlo con estrés porque hemos llenado los tiempos y espacios de una agenda social inagotable y que no sacia la aspiración última de nuestra alma.

Todo esto confronta con el deseo profundo de buscar relaciones humanas basadas en la generosidad, en el respeto mutuo, lejos de envidias y odios, fundadas en la humildad y servicio, en la reconciliación y misericordia; unos encuentros que sean vividos como una auténtica fiesta del amor y la amistad. Una vida vivida en verdad y que cada instante sea experimentado como un canto de liberación, de salvación.

En el tiempo de la Cuaresma, Dios sale a nuestro encuentro, con nuestras esperanzas, con nuestros dramas y sufrimientos y nos anuncia un camino de liberación. Y como el hijo pródigo espera de nosotros el deseo profundo de dejar atrás lo que lastra nuestra vida y nos inhabilita para la felicidad. Espera un espíritu de cambio y conversión, la determinada determinación de llevar a cabo una catarsis total en nuestra existencia.

Para poder llevar a cabo ese viaje al rincón último de nuestro corazón se nos anima a realizar un alto en el camino. Buscar espacios y tiempos para el silencio y estar a la escucha de su Palabra. Parar para orar. Parar para estar a solas con Él. Cristo es el verdadero maestro, el dulce maestro, que con su tierna mirada y amable palabra moldeará y transformará nuestro espíritu haciéndonos a Él, para ser Él para los demás. Igualmente, nos ayudará alcanzar este objetivo llevar a cabo las prácticas cuaresmales que nos permitirán alcanzar el dominio de sí y ejercitarnos en la libertad verdadera: el ayuno, signo de que el verdadero alimento es su Palabra y abstenernos de toda iniquidad; la limosna, fruto del ayuno que nos anima a ser agentes de cambio y transformación social y testigos de la caridad.


Aprovechemos este tiempo de desierto para evitar que toda nuestra vida sea estéril, vacía, triste… El Señor quiere nuestra felicidad.