domingo, 1 de septiembre de 2013

Una llamada a la humildad

Hoy, en la celebración de la Eucaristía, no podemos dejar de meditar e interiorizar las palabras de Jesús: “Todo el que se enaltece será humillado; y el que se humilla será enaltecido”. Una invitación a la humildad. Pero como afirma Hans Urs Von Balthasar “es difícil definir la humildad como virtud. En realidad no se debe aspirar a ella, porque entones se querría ser algo; no se la puede ejercitar, porque entonces se querría algo. Los que la poseen no pueden ni saber ni constatar que la tienen. Simplemente se puede decir negativamente: el hombre no debe pretender nada para sí mismo”.

Personalmente, prefiero la afirmación de Santa Teresa de Jesús: “la humildad es andar en verdad”. No se trata de ocultarnos simplemente o de mantenerse a cierta distancia de las cosas, ni contemplar la realidad desde lejos e intervenir cuando se le reclama. Es más bien, conocerse a sí mismo, valorarse en la justa medida, y abrirse plenamente a Dios y luchar por realizar aquello que Él espera nosotros. Aceptando la realidad tal cual es, viviendo con autenticidad sin procurarse honores, ni reconocimiento, ni buscando la adulación de los otros, sin enaltecerse, ni situarse por encima de los demás. Este modo de vivir nos llevará a la entrega generosa al otro sin caer en la tentación que denuncia la primera lectura de hoy y que también contemplamos en la actitud del fariseo en el templo: “Hijo mío, en tus asuntos procede con humildad y te querrán más que al hombre generoso. Hazte pequeño en las grandezas humanas y alcanzarás el favor de Dios”.

Del Evangelio de hoy me encanta la última parte, la mirada y palabras que Jesús dirige al anfitrión. “Cuando invites a una comida… invita a los pobres, lisiados…; dichoso tú, porque no pueden pagarte”. Me seduce esta parte por la sencilla razón de que en la sociedad de nuestro tiempo nos movemos en unos círculos que sin pretenderlo son cerrados y excluyentes. Nos da miedo abrirnos a otros, especialmente al que es distinto de mí y pienso que no puedo esperar nada de él. Hemos convertido las relaciones humanas, que han de ser principio de generosidad y comunión, en un circo basado en el trueque y en la búsqueda de bienes que nos permitan subir en la escala social, aunque eso signifique renunciar a la propia identidad, renegar de la propia historia y raíces con la banalidad de que es ésta la única vida que puedo vivir y renuncio a plantearme un horizonte de plenitud y eternidad.


Preguntémonos sencillamente, ¿A quién invitamos a nuestra casa y sentamos a nuestra mesa? ¿Qué es lo que realmente nos mueve y perseguimos? Y en el ámbito de nuestro trabajo o contexto social ¿A qué puesto aspiro? ¿Soy de los que no tienen escrúpulos y capaz de destruir al otro y pisotearlo para escalar puestos? Por desgracia estas actitudes abundan en nuestro mundo y dentro de la propia Iglesia, la cual, debería ser un faro luminoso donde todos fijaran su mirada y pudieran escuchar con el corazón la Palabra viva y verdadera que transforma la mismidad del ser humano en un manantial de caridad y felicidad. Este espíritu implica ir a contracorriente y los otros te harán sentir diferente, extraño, extranjero… te expulsarán de sus círculos y pretenderán silenciarte de cualquier modo, simplemente, porque tu sola presencia, queriendo ser imagen de Jesús, se convierte para ellos en una denuncia constante.