jueves, 19 de febrero de 2015

“El que pierda su vida por mí, ése la salvará”

La disciplina de la Cuaresma nos acompaña a lo largo de toda la vida, es un mantener viva la confianza en Dios frente a la adversidad y las pruebas cotidianas, fortaleciendo la comunión con los otros. Quien es constante y no se aparta del Dador de todo bien alcanzará el bien de una existencia eterna que supera cualquier esperanza presente.

Escuchamos de labios de Moisés: “Mira, hoy pongo delante de ti vida y felicidad, muerte y desgracia”. Se dirige a su pueblo poco antes de entrar en la Tierra Prometida. Ha sufrido y vagado en el desierto mucho tiempo, ha sido probado en muchos acontecimientos y circunstancias…, pero aún así, Moisés les advierte que no todo está conseguido, que hay que seguir manteniendo la fidelidad al Señor y sus preceptos por encima de todas las tentaciones que van a surgir en esta nueva etapa que se abre cargada de esperanza. Su existencia podrá ser bendición o maldición si se desvían, sino escucha su palabra, si se deja arrastrar por otras apetencias y da la espalda a Dios.

El Señor con su muerte y resurrección nos abre a una existencia nueva. Esta bendición que hemos recibido exige una respuesta, negarnos a nosotros mismos. Pero en cambio, la intención y el modo de actuar ordinariamente está lejos de la propuesta evangélica. Nos dejamos atrapar por los nuevos ídolos que embriagan nuestro espíritu y nos incapacitan para regirnos por nosotros mismos, las relaciones son vividas de forma interesada, nos negamos a la capacidad del sacrificio y la renuncia, deseamos tenerlo todo aquí y ahora, dejándonos la savia en algo que jamás termina de complacernos y no sacia la sed de felicidad.

Alcanzar el valle frondoso y exuberante, encontrar la fuente de la salud que cura todas las heridas, se llega si somos fieles. La gozará quien sea  consciente de que sólo el que se deja la vida día a día, minuto a minuto, en el seguimiento a Cristo,  toma su cruz de cada día, y se mantiene firme y sin negociar ningún ápice de su Palabra por muy dura que se haga y ardua de aceptar. Sólo ése  será el que disfrutará de la bendición de una vida plena y duradera.

Esta carrera no la disputamos solos. Cristo mismo nos acompaña y sostiene. Os animo a poneros en sus manos y pedirle:


“Que Cristo nos sostenga todo el día, hasta que las sombras se extiendan y llegue la noche, el ajetreado mundo se calle, pase la fiebre de la vida y nuestro trabajo esté realizado. Entonces, que en su misericordia tenga a bien concedernos al final refugio y un lugar de santo descanso y paz. Amén”. Cardenal John Henry Newman.

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