sábado, 28 de diciembre de 2013

Día de los Santos Inocentes

Celebramos hoy la fiesta de los Santos Inocentes. Un día que está en la memoria colectiva como un momento para la broma, llegando a convertir unas acciones divertidas en faenas de mal gusto. No obstante, sin pretensión de aguar un día que invita a la creatividad y a provocar una sonrisa, me gustaría que fijáramos nuestra atención en el origen de la fiesta y en las consecuencias que puede tener para nuestra vida el cultivo de la inocencia.

Esta jornada figura en el calendario litúrgico para conmemorar el relato del Evangelio de San Mateo (2, 13-18). Nos narra que el Rey Herodes mandó matar a los niños menores de dos años que vivían en Belén y en toda la comarca al verse burlado por los Magos de Oriente que habían ido adorar al recién nacido, Jesús, el Hijo de Dios, el Mesías anunciado. A partir del siglo IV, se instauró una fiesta para venerar a los niños muertos como mártires. En la iconografía se les presenta como niños pequeños y de pecho con coronas y palmas. La Tradición de la Iglesia concibe su muerte como un “bautismo de sangre”.

En estos últimos años, esta fiesta ha adquirido un matiz más profético dando paso a una denuncia de la cultura de la muerte que se ha ido imponiendo en esta sociedad posmoderna, llegándose, no sólo a tolerar, sino a defender como un derecho la posibilidad de extirpar una vida humana. Me refiero, a la imposición de una dinámica abortista que nace en el corazón de una colectividad con mentalidad utilitarista, pragmática, indiferente y egoísta que hemos llamado sociedad del bienestar. Por ello, la Iglesia e innumerables grupos pro vida, ponen en este día el acento en intentar que la sociedad en general tome conciencia de la degradación en la que está cayendo. Piensen que la vida es un don y una tarea, un regalo, una bendición fruto del amor. Consecuencia de la entrega y generosidad de un hombre y una mujer que tiene su fuente en el AMOR verdadero, la más de las veces es inmerecido, y por supuesto nadie tiene la potestad sobre la misma. Escuchar slogans como “Nosotras parimos, nosotras decidimos” denota la baja autoestima personal,  desprecio por el valor en sí mismo de la vida, y la lejanía de una sabiduría cierta de lo que es el amor. En modo alguno, pretendo emitir juicios sobre personas, pero sí manifestar que corremos un grave peligro cuando la humanidad se ve incapaz de proteger y velar la vida inocente, porque no alcanza a comprender que está negando el futuro a las nuevas generaciones cortando su progreso desde los mismos cimientos. ¿Qué futuro se puede llegar a otear en el horizonte para una humanidad que se desprecia así misma?

Nadie tiene el poder de quitar la vida en ninguno de sus estadíos; más aún, ni los padres, ni la madre en solitario, puede ni debe decidir sobre una vida que gozando del ámbito donde realizarse es totalmente autónoma e independiente. Dios nos recuerda, que Él no se olvida de ninguna de sus criaturas: “¿Acaso olvida una mujer a su niño de pecho, sin compadecerse del hijo de sus entrañas? Pues aunque ésas llegasen a olvidar, yo no te olvido” (Is 49, 15). Quizás habría que coger el testigo que Dios mismo pone en nuestras manos, y a imitación de Cristo ir a esa periferia ideológica consecuencia de un corazón duro, insensible, abyecto y llevarlo al convencimiento del que el verdadero bienestar está en generar un estado de justicia que comienza por asumir y respetar los valores absolutos inscritos en la ley natural, como el valor de la vida. Poner al servicio de las familias todas las herramientas y medios posibles para que puedan salvaguardar el don de un hijo o una hija con el que han sido bendecidos. Esa debe ser la dinámica de una humanidad que se aprecia así misma.

Esta cultura de la muerte, de la sin razón, quizás venga dada también porque el ser humano ha perdido la inocencia. El término inocente, en una de su acepciones,  es referido a aquel niño de muy corta edad y por tanto carente de la suficiente razón, o en su defecto a aquella persona adulta pero que presenta una discapacidad de tipo mental que le impide actuar y pensar normalmente, restringiéndose a lo más básico y elemental”. Un significado que asocia el término inocente a la situación de no saber o ignorancia. En cambio, pienso que realmente habría que mirarlo desde la perspectiva más positiva de “carencia de maldad”. Sería precioso que la fiesta que celebramos nos hiciera a todos caer en la cuenta de lo importante que es cultivar la inocencia en nuestras vidas. Ausencia de maldad, sería un principio real de transformación. Junto con el don preciado de la vida hemos recibido el don de la libertad. Un ejercicio éste de la libertad, que en cuanto más nos inclinamos al bien más reluce y brilla la vestidura de la inocencia; y en cuanto más erramos en nuestras decisiones más deshonramos las galas con las que fuimos enfundados el día alegre y gozoso en que nuestros ojos contemplaron la aurora de una existencia con vocación de eternidad. Y el lugar donde vivimos, la creación, en vez de ser un paraíso anticipado puede llegar a convertirse en una prisión; un lugar de dolor y sufrimiento, un valle de lágrimas –como diría el poeta- que no acaba en la muerte, sino que la postrimería del hombre se espera dramáticamente resultado de la  desesperación, ya que toda persona sabe en su interior que la existencia no es finita; y que su plenitud eterna es un eco del devenir terrenal.  


Cultivar la inocencia en nuestras vidas es acceder a un estado de justicia y paz ¡Qué bello sería vivir así! Un lugar presidido por la bondad, el servicio, la comunión y el bienestar de todas las criaturas en un diálogo constante y apacible con la tierra que lo sustenta; el mar que le anima a la conquista del horizonte y al permanente progreso; y un cielo estrellado que vela, custodia y protege los sueños que mañana se harán realidad. Así, quedaría atrás el sufrimiento de miles y miles de criaturas que sangran por las heridas de la incomprensión, la violencia, el hambre, la desolación, la indiferencia, la persecución… ¿Cuántos inocentes más han de morir para que la humanidad sea humanidad?

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