Al inicio de la Cuaresma, comparto con
todos vosotros un párrafo del mensaje del Papa Francisco que me ha hecho
reflexionar profundamente:
“Ante
este amor fuerte como la muerte (cf. Ct 8,6), el pobre más miserable es quien
no acepta reconocerse como tal. Cree que es rico, pero en realidad es el más
pobre de los pobres. Esto es así porque es esclavo del pecado, que lo empuja a
utilizar la riqueza y el poder no para servir a Dios y a los demás, sino parar
sofocar dentro de sí la íntima convicción de que tampoco él es más que un pobre
mendigo. Y cuanto mayor es el poder y la riqueza a su disposición, tanto mayor
puede llegar a ser este engañoso ofuscamiento. Llega hasta tal punto que ni siquiera
ve al pobre Lázaro, que mendiga a la puerta de su casa (cf. Lc 16,20-21), y que
es figura de Cristo que en los pobres mendiga nuestra conversión. Lázaro es la
posibilidad de conversión que Dios nos ofrece y que quizá no vemos. Y este
ofuscamiento va acompañado de un soberbio delirio de omnipotencia, en el cual
resuena siniestramente el demoníaco «seréis como Dios» (Gn 3,5) que es la raíz
de todo pecado. Ese delirio también puede asumir formas sociales y políticas,
como han mostrado los totalitarismos del siglo XX, y como muestran hoy las
ideologías del pensamiento único y de la tecno ciencia, que pretenden hacer que
Dios sea irrelevante y que el hombre se reduzca a una masa para utilizar. Y
actualmente también pueden mostrarlo las estructuras de pecado vinculadas a un
modelo falso de desarrollo, basado en la idolatría del dinero, como
consecuencia del cual las personas y las sociedades más ricas se vuelven
indiferentes al destino de los pobres, a quienes cierran sus puertas, negándose
incluso a mirarlos.”
Normalmente, lo descrito por el Papa en
la última parte del párrafo, se lo atribuimos a los poderosos o aquellos que
juegan en una liga que está muy por encima de nosotros. Nos convencemos de que
no tenemos nada que ver con ese modelo de cultura ni con las estructuras que lo
sustentan. Nada más lejos de la realidad. Observo en nuestro en torno más
cercano, como crece el ofuscamiento acompañado con delirio de omnipotencia. Ausencia
total de una conciencia de pecado. Estamos convencidos de que vivimos en la
verdad, que somos buenas personas, que no causamos daño a nadie, que cumplimos
ante Dios… Estamos perdiendo el sentido de la realidad, la conciencia de
fragilidad, la de vernos a nosotros mismos necesitados.
Siento inmensa tristeza cuando hablo con
feligreses o algunos amigos y conocidos, más o menos lejanos de la fe, y
detecto que su corazón está roto y a punto de morir a consecuencia de las
heridas del pecado. Pero aún más terrible, es descubrir que esta persona se
niega a que su corazón vuelva a latir con fuerza, rehúsa la posibilidad de ser
feliz porque no quiere reconocer su enfermedad. Se siente incapaz de imitar al
Hijo Pródigo, que reconoció la profundidad de su pobreza, experimentó la
privación de vivir cerca del Padre.
En este camino cuaresmal os invito a
elevar una plegaria, ayunar y hacer penitencia para que aquellos corazones
duros como el pedernal se transfiguren en espíritus nuevos capaces de transformar
el mundo y la sociedad. Pidamos al Padre, que este tiempo de Cuaresma sea un
tiempo de gracia y conversión personal, pedir incesantemente experimentar la
grandeza de sentirse pobre en la presencia de un Dios enamorado del hombre.
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