En este día, os invito a contemplar a Cristo clavado
en la cruz y a escuchar de sus balbucientes labios pedir agua.
Pensemos por un instante en los hambrientos y
sedientos del mundo. Aunque parezca mentira, en la actualidad son muchos los millones
que no tienen agua para beber, que mueren de hambre, que claman y gritan:
¡Tengo hambre! ¡Tengo sed!
Pensemos en las víctimas de las injusticias, la
represión y la guerra, en los que han perdido la esperanza de encontrar en esta
tierra las indispensables condiciones de vida que reclama su dignidad de
personas e hijos de Dios, en aquellos que sienten en sí hambre y sed de
justicia, amor y paz.
No miremos a otro lado. El verdadero discípulo busca
padecer los mismos dolores de Cristo, tiene sed de justicia, solidaridad, de
superar las diferencias; tiene sed de pasar largos ratos en la presencia de
Dios, de estar al lado del pobre e indigente, de gastar su vida al servicio de
los enfermos y desvalidos, de crear el mejor mundo donde puedan crecer nuestros
pequeños; tiene sed de que las jóvenes parejas nazcan con un proyecto
consolidado, de apoyar a los matrimonios en dificultad, de consolar a los
ancianos y menesterosos; tiene sed de acompañar a aquel que es rechazado por la sociedad, acoger la cruz del otro y ser
cirineo abnegado.
Tiene sed de ser otro Cristo. El rostro del Cristo sufriente, varón de
dolores, siervo de los siervos. Tiene sed de ser causa de salvación para otros.
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