Es
curioso que cuando llega el momento culminante que Jesús había anunciado nadie
estaba allí para contemplar su victoria sobre la muerte. Nadie vio la
Resurrección del Señor. Sí, que las gentes del lugar no se privaron de ver el
drama esperpéntico de la Pasión, la humillación profunda, el destrozo
psicológico y material del alma y del cuerpo de Jesús, la victoria de la
malicia, el triunfo del mal.
No
conocemos cómo y cuándo Resucitó el Señor. Lo cierto es que nada ni nadie
pudieron impedir que la tumba se abriera, y aparecieran en su interior las
vendas de lino, y el paño que habían colocado sobre la cabeza de Jesús, doblado
y colocado aparte. Este es el testimonio, la tumba vacía, que movió a los
discípulos a recordar las palabras de Jesús, a ver que todo se había cumplido, a
creer y adherirse por completo.
De
quedar así, la duda se habría sembrado. Así lo pretendieron los mismos que
condenaron y ejecutaron al inocente por excelencia. Pero es el mismo Señor,
quien rompe los esquemas y planteamientos humanos cuando hace a María Magdalena
el regalo de ser la primera en verle y escucharle, el regalo de colmar el vacío
del corazón que estuvo al pie de la cruz, y llenar el vacío de la tumba con el
mandato de ser la primera en comunicar la alegría de la buena nueva a sus
hermanos que estaban ocultos por miedo.
A
partir de este instante comienza una cadena testimonial que ininterrumpidamente
llega hasta nosotros en verdad; que nos permite gritar y cantar: ¡Mi alegría,
Cristo, ha resucitado!, como hacía San Serafín de Sarov.