Es algo que siempre se ha dado en la historia de la humanidad y
que trae consecuencias muy desagradables y dolorosas para las personas que
sufren las acciones de aquellas de lengua afilada, que tienen interés en herir
deliberadamente a otro, hablando mal, inventando chismes y murmuraciones; aquellos
que tienen como objetivo destruir el “buen nombre” de alguien o atentar contra
su honor.
Toda persona tiene derecho a la propia fama y nadie puede violar
este derecho sin cometer una grave injusticia. La buena fama verdadera se
fundamenta en los dones recibidos por la propia naturaleza y en cualidades
adquiridas mediante el ejercicio de la libertad, ya sea en virtudes morales,
cultura o habilidades técnicas o profesionales. No obstante, aún sin destacar
por mérito personal, todo hombre tiene el derecho absoluto e inviolable sobre
todo lo que atañe a su persona. Por lo tanto, nadie, bajo ningún concepto ni
invocando cualquier absoluto, puede afear la buena fama de otro.
El honor se puede destruir realizando juicios temerarios, tomando como
verdadero un defecto moral del otro sin fundamento; o la sospecha o duda
temeraria. Igualmente, y de mayor gravedad está “la detracción”, que es
lesionar injustamente a otra persona ausente; esta se puede llevar a cabo por
medio de la calumnia, agitando los defectos del otro, manifestando cosas ocultas,
negando el bien realizado… Finalmente, tenemos “la contumella”, atentar contra
el honor de alguien estando este presente, cuya gravedad dependerá del grado de
la injuria o de la mayor o menor estima del que es injuriado.
Debemos tomar conciencia de que con facilidad atentamos contra el
honor de los otros. Y hoy, en todos los ámbitos destaca “la murmuración”, que
no pretende tanto afear la fama de alguien como destruir la confianza que otro
ha puesto en ti para ocupar tu puesto. Decía San Bernardo que la murmuración
mata a tres personas: a quien la siembra, a quien la recoge y a la víctima.
Lo terrible es que esta actitud se ha institucionalizado en toda
la sociedad. Como constantemente denuncia el Papa Francisco, ya ha impregnado
el humus de la Iglesia en todos sus estamentos: “La vanidad, el poder… Es cuando tengo el deseo
mundano de estar con el poder, no de servir, sino de ser servido, no se ahorra
nada para llegar a la cima: murmuraciones, ensuciar al otro… La envidia y los
celos hacen este camino y destruyen a su paso.. Esto sucede hoy en todas las
instituciones de la Iglesia, parroquias, colegios, incluso en los obispados….”
¡Qué razón más grande tienes! ¿Y los que hemos sufrido esto en nuestras propias carnes, ¿qué podemos hacer? Menos mal que estamos en manos del Padre y no en las de los humanos. Agarrados a Él se puede todo pero uno sigue cuestionándose por qué algunas personas encuentran satisfacción personal en hundir a otros. ¿Será pura envidia?
ResponderEliminarTu ánimo, y nunca pierdas la confianza en el Señor.
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