que me lleva al Rocio,
cada
nueva primera,
mi
simpecado divino.
En el crepúsculo de la jornada, la luna
en cuarto creciente, una luz brilla en medio de la acampada bajo el firmamento
estrellado: el resplandor del Simpecado. El silencio, cosido de las fatigas del
día, se atenúa con el murmullo de las confidencias salidas de la mismidad del
corazón o con el rasgueo de una guitarra y la voz de un rociero, que ante su
Simpecado desgrana una plegaria, cálida y sentida, que susurra amor, besos,
caricias a la Virgen del Rocío.
La lluvia caída sobre los caminos, inunda
de vida a la peregrinación entera que no conoce final a la noche. Las almas
rocieras esperan, entre cantos a la Divina Pastora, impregnarse del Rocío de un
nuevo amanecer cargado de alegría. Porque ya los corazones anhelan volar hasta
las plantas de la Señora de las Marismas y al corazón del Divino Pastorcito.
El pitero despierta a la abrigada
comitiva que, presta y rauda, levanta el sitio. Un instante para contemplar la
estampa de mi Simpecado, una cruz en mi pecho, una salve en los labios y un te
quiero en la mirada. Y agarrado a la carreta de plata caminar rezando misterios
por todos los necesitados de la misericordia y piedad divina; letanías a
nuestra Señora por aquellos que atrás se quedaron… y un ¡Viva a la Madre
de Dios!
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