“Mirarán al que traspasaron”.
“Oh Señor, concédenos en esta hora poder
mirarte, en la hora de tu oscuridad y de tu rebajamiento a la obra de un mundo
que quiere olvidar la Cruz como se hace con un incidente desagradable, que se
oculta a tu mirada, considerándola una inútil pérdida de tiempo y no se da
cuenta de que es precisamente aquí donde nos sale al encuentro tu hora
decisiva, en la cual nadie podrá sustraerse a tu mirada” Benedicto XVI.
Hoy
comenzamos el tiempo litúrgico de la Cuaresma que se nos presenta como una
nueva oportunidad para configurarnos con Cristo. Pero mucho me temo que la
cultura imperante de la indiferencia nos haya invadido de tal modo que la
llamada a la “Conversión”, al cambio de vida, a fortalecer la amistad con Jesús
en la oración constante, al ayuno material, a la ascesis para adquirir una vida
virtuosa o la limosna fruto de un corazón desprendido y generoso caiga como un
grito estéril en medio del desierto de una vida colmada por la simpleza y la
superficialidad, que ignora el milagro e inmenso regalo de abrir los ojos cada
día con la esperanza de alcanzar la visión gozosa de la eternidad.
En
este siglo de la imagen me gustaría llamar la atención sobre la contemplación
de esa estampa que dibuja el monte calvario donde se eleva erguida y fría la
cruz que suspende el cuerpo doliente, maltratado, ultrajado del Cordero
inocente que ha entregado la vida por mí. Que en la soledad de la caída de la
tarde, se encuentra el Verbo despojado y abandonado de la muchedumbre
complaciente, temerosa y cobarde que fue bendecida y sanada con sus palabras y
signos prodigiosos, la misma que fue acogida con una mirada compasiva y
misericordiosa, aquella que sintió como sus corazones aprendían la sabiduría de
la reconciliación y la justicia, aquellos seguidores sometidos al sinsentido de
una existencia pobre que descubrieron la grandeza de su ser y que estaban
hechos para ser dueños de su propia historia alcanzando la conciencia de que
hemos sido hechos para la libertad.
En
esta inmensa soledad del que aparentemente ha dejado de ser y ya no es aclamado
y vitoreado como en la Entrada Triunfal en Jerusalén, aparecen en escena las
hienas, que no contentas con haber derramado su hiel en un juicio calumnioso,
aún les queda maldad y execración en su interior para mofarse, burlarse y
escarnecer al Inocente. Pero Cristo, contemplando el corazón amoroso de la que
se ha dado por entero, la “pequeña de Nazaret”, María, Madre Dolorosa a sus pies
taladrados, insufla un hálito del aire helado y pútrido de la tarde tenebrosa
en su pecho para que el ignaro y estremecido soldado traspasara su amoroso
corazón y al punto, con una fuerza asombrosa y portentosa, se abriera la fuente
de la ternura, el perdón de toda maledicencia, la esperanza de la vida futura.
Ante
la visión de esta estampa cómo podemos permanecer impávidos, silentes e
indiferentes; cómo no estremecernos ante tanta generosidad y amor; cómo no
derramar lágrimas de vergüenza y arrepentimiento por nuestros pecados; cómo
dejar pasar la Cuaresma sin dejarnos transformar como el Hijo Pródigo; cómo
seguir llevando una vida mediocre y tibia que se niega aspirar a la perfección;
cómo vivir pensando que todo da igual; cómo pensar que no es necesario para ser
buen hijo de Dios vivir en permanente combate contra todo aquello que nos aleja
de su amor; cómo no suspirar por tener la fe de la hemorroisa, del centurión,
del leproso…; cómo no ambicionar el alma arrepentida de la mujer pecadora; cómo
no perseguir la actitud humilde y dócil del aguerrido e impetuoso Pedro que si
tres veces le negó, mil veces le negamos nosotros, y que si él lloró su culpa
también multitud de lágrimas habremos de derramar por nuestras maldades y si
tres veces le profesó amor mil veces tendremos que gritar te amo, te amo… y
todo lo espero en ti.
No
pensemos que la Cuaresma es una pérdida de tiempo, es la puerta por donde
entramos a la senda que nos llevará alcanzar el gozo y la felicidad que
ansiamos en nuestro interior.
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