Cuando
escuchamos hablar de los santos siempre pensamos que fueron unos hombres y
mujeres bendecidos con una gracia especial y un heroísmo extraordinario, y que
está reservado sólo para unos pocos escogidos. Cada vez que se nos invita a
vivir la santidad lo vemos como una realidad inalcanzable o irrealizable en la
propia vida, en el acontecer diario, en las mil y una batallas que vivimos
todos los días.
Ser
santo es participar de la santidad de Dios. Todos hemos sido llamados por Dios
y capacitados para ser santos. Afirmaba el Papa Benedicto XVI que “el santo es
aquel que está fascinado por la belleza de Dios y por su perfecta verdad que
éstas lo irán progresivamente transformando. Por esta belleza y verdad está
dispuesto a renunciar a todo, también a sí mismo. Le es suficiente el amor de
Dios, que experimenta y transmite en el servicio humilde y desinteresado del
prójimo”. Y con respecto al heroísmo decía: “virtud heroica no significa
exactamente que uno hace cosas grandes por sí mismo, sino que en su vida aparecen
realidades que no ha hecho él, porque él sólo ha estado disponible para dejar
que Dios actuara. Con otras palabra, ser santo no es otra cosa que hablar con
Dios como un amigo habla con el amigo. Esto es la santidad”.
Ayer
fallecía un hombre que ha vivido la vida santamente. Moría a este mundo mi
amigo Rafael Lucena Villarreal y nacía a la vida en Dios llevando sus alforjas
cargadas de una existencia de gracia que irradiaba la belleza y bondad de Dios.
Fue fiel a su vocación bautismal y luchó el combate de la fe, gustando día a
día vivir desde Dios y alejarse del mal que nos impide alcanzar la verdadera
libertad y disfrutar la alegría y gozo eterno. Podemos decir abiertamente y a
voz en grito SANTO SUBITO, santo ya, porque todos, los más cercanos y los más
apartados reconocemos que Rafael ha sido verdadero icono de Cristo para todos
nosotros.
Un
hombre que vivió su vocación cristiana construyendo junto a su esposa un hogar
que es verdadera Iglesia doméstica; esposo fiel y amante entregado hasta vaciarse
de sí mismo; padre bueno que transmitió a sus hijos el don de la fe y la
sabiduría de vivir una vida evangélica. Un educador, maestro de EGB, como le
gustaba definirse. Un buen maestro al estilo del único y verdadero maestro,
escribiendo con pavor y temor en el corazón de generaciones de niños y niñas,
que volvían ya mayores a buscar a su viejo maestro entregándole como una
ofrenda sus propios hijos, para que con el hacer de la bondad y la generosidad
pusiera en ellos los cimientos que les permitieran ser hombres y mujeres de
bien.
En
su vida de fe destacaba por vivir su ser sacerdote, profeta y rey. Cuidando su
amistad con Dios en la oración constante, manteniendo un coloquio
ininterrumpido con Él. Largos tiempos intimando en el Sagrario y viviendo con verdadera
pasión y devoción la celebración diaria de la Eucaristía. Una oración donde
llevaba hasta el corazón de Dios los dolores y sufrimientos de todos, una
oración de intercesión. Sabedor del amor misericordioso del Padre bueno, acudía
frecuentemente a beber de esa fuente inagotable de perdón y reconciliación que
es el sacramento de la penitencia, viviéndolo como un constante gustar el
abrazo que te permite recostar la cabeza sobre el pecho de Jesús y escuchar el
latir tierno y cálido del que sólo quiere tu paz y felicidad.
Ejerció
el verdadero apostolado, siendo testigo de Jesucristo en todo momento, no tenía
horas, ni vivía su compromiso a tiempo parcial, todo lo contrario, poniendo la
vida entera en el servicio al anuncio de la Buena Nueva y la quehacer de la
Iglesia. Le conocí siendo seminarista en el Seminario Menor cuando tenía 18
años y fui enviado a realizar tareas pastorales a Alcolea. Allí, acudían Ángela
y Rafael desde Córdoba a colaborar en la Pastoral Matrimonial con D. Santiago
Gómez que en aquel momento era párroco de Ntra. Sra. De los Ángeles. En
aquellos momentos era ser testigo en tierra de misión. Cuando recibí las
sagradas órdenes volvía a encontrarme con ellos en la Parroquia de la Trinidad,
y en todos estos años, ambos han destacado por su apostolado. Esta parroquia se
ha visto regada abundantemente por la hermosura de su vida cristiana trabajando
intensamente en las Asambleas Familiares, en la Liturgia, en el Archivo
Parroquial y llevando cada día el amor de Dios a los enfermos e impedidos de
nuestra feligresía; cuando llevaba al Altísimo en el portaviático que colocaba
a la altura de su pecho, era un sagrario, una custodia la que iba recorriendo
nuestras calles llevando a nuestro Señor a quien más necesitaba el alimento del
cuerpo y de alma, el consuelo a los más afligidos.
Un
amante de su madre la Iglesia. Siempre me decía que esta casa no nos pertenece
y que su única razón de ser es estar siempre abierta para dejar entrar, y
siempre abierta para salir a dar. Esto lo decía Rafael, ahora da una inmensa
alegría saber cuánta razón tenía cuando escuchamos incansablemente al Papa
Francisco recordarnos estas mismas palabras. Todo aquel que llegaba a esta
Iglesia de la Trinidad siempre encontraba en él la acogida cálida y sincera,
conseguía que todos marchasen alegres y con la conciencia clara que la Iglesia
era su hogar, es su familia. Participaba y apoyaba todos los grupos de la
Parroquia –Hemandades, Adoración Nocturna…- siendo nexo de unión, y con su
ejemplo, enseñándonos a todos lo que es vivir la verdadera comunión. Comunión
con Dios, comunión con los hermanos.
Queridos
amigos, hoy canto alegre y gozoso por haber tenido la gracia de conocer a mi
amigo y un padre en la fe como ha sido Rafael. Doy gracias a Dios por el
inmenso bien que me ha hecho cuidándome como persona y como sacerdote. Echaré
muchísimo de menos sus llamadas de atención, sus entradas al despacho donde en
la intimidad me corregía fraternalmente con una extraordinaria caridad. Y por
encima de todo, dejar de gozar de la inmensa luz que irradiaba en esta
comunidad. Sabemos, que está en el cielo y que el Señor que ve en lo escondido
habrá mandado a sus ángeles entonando canticos de victoria; y que la Virgen
Santísima, la Inmaculada Concepción, maestra de pureza, Lirio Blanco de la
Trinidad, modelo de santidad, habrá susurrado al corazón de su Hijo que le
entrega un alma pura, sin tacha, la de mi amigo Rafael.
“Mi
alma tiene sed del Dios vivo, como el ciervo busca fuentes de agua, así mi alma
te busca, oh Dios”. Hoy, querido Rafael,
ya no tendrás más sed.
SANTO
SUBITO ¡SANTO YA!
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