En un tiempo de crisis como el que vivimos se hace muy
difícil hablar de esperanza, y de estar expectantes ante un acontecimiento
totalmente nuevo que va a transformar la realidad entera y va tonar el
sinsentido en una auténtica experiencia de liberación, justicia y paz. Son los
cantos de sirena que escuchamos todos los días con los boletines informativos,
noticias de brotes verdes en los mercados, en el trabajo, calidad en la
educación, bienestar social… una cultura de no agresión, diálogo y acercamiento
norte y sur, un saber ecológico nuevo que restaure el amor por la creación…
No obstante, son discursos que poco difieren del pasado
cuando el hombre ha sufrido las consecuencias de su propia calamidad. No hemos
avanzado mucho con respecto al hombre primitivo poniendo la confianza en
soluciones artificiales y mágicas. Él mismo se hace incapaz de esperar algo
verdadero porque sigue preso del logro inmediato y se conforma con ello. En
definitiva, permanecer condenado a vivir el drama del absurdo, ser un peregrino
errante en medio del desierto sin llegar nunca al oasis ansiado, existir en el
permanente deseo de sueños irrealizables, un edificar cimientos de futuro sobre
tierras movedizas.
Esperar. Sólo se puede esperar a alguien. No podemos hablar
de encuentro entre el hombre y la cosa. Sólo hay verdadero encuentro entre dos
personas. Y en el tiempo de Adviento, conmemoramos que nuestra espera es la de
Alguien que realmente viene tal y como nos ha prometido. Y es realizable, porque
Él es la Palabra viva y eficaz que hace lo que dice, y dice lo que hace. Este
Alguien, a quien esperamos, sale también a nuestro encuentro; Él mismo ha
inscrito en nuestro corazón el deseo de Él. Por ello, somos llamados a estar en
vigilante espera, bien despiertos.
Es una espera gozosa. Espera que siempre rejuvenece,
vigoriza y vivifica al hombre que le hace capaz de ponerse en marcha e iniciar
una loca aventura sustentada en la confianza y en el amor que se dilata por
todo su ser. Una espera que ya es novedosa en el lenguaje, ya no es el mismo
discurso hueco, estéril e ineficaz. Es edificar desde el hoy un futuro bien
cimentado en la seguridad íntima de que va a despuntar la luz de un mañana que
sí será una gran noticia, un anuncio alegre y gozoso. Entonces sí diremos, mi
hoy ya es un brote verde porque soy una criatura hecha para vivir la verdadera
y perpetua alegría.
Esto es lo que anuncian las cuatro velas del adviento. Un
itinerario hacia una tierra y un cielo nuevo donde “habitará el lobo junto al cordero, la pantera se tumbará con el
cabrito, el ternero y el leoncillo pacerán juntos; un muchacho pequeño cuidará
de ellos. La vaca vivirá con el oso, sus crías se acostarán juntas; el león
comerá paja, como el buey; el niño de pecho jugará junto al escondrijo de la
serpiente, el recién destetado meterá la mano en la hura del áspid. Nadie
causará daño en todo mi monte santo, porque la sabiduría del Señor colma esta
tierra como las aguas colman el mar”.
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