Celebramos hoy la fiesta de los
Santos Inocentes. Un día que está en la memoria colectiva como un momento para
la broma, llegando a convertir unas acciones divertidas en faenas de mal gusto.
No obstante, sin pretensión de aguar un día que invita a la creatividad y a provocar
una sonrisa, me gustaría que fijáramos nuestra atención en el origen de la
fiesta y en las consecuencias que puede tener para nuestra vida el cultivo de
la inocencia.
Esta jornada figura en el
calendario litúrgico para conmemorar el relato del Evangelio de San Mateo (2,
13-18). Nos narra que el Rey Herodes mandó matar a los niños menores de dos
años que vivían en Belén y en toda la comarca al verse burlado por los Magos de
Oriente que habían ido adorar al recién nacido, Jesús, el Hijo de Dios, el Mesías
anunciado. A partir del siglo IV, se instauró una fiesta para venerar a los
niños muertos como mártires. En la iconografía se les presenta como niños
pequeños y de pecho con coronas y palmas. La Tradición de la Iglesia concibe su
muerte como un “bautismo de sangre”.
En estos últimos años, esta
fiesta ha adquirido un matiz más profético dando paso a una denuncia de la
cultura de la muerte que se ha ido imponiendo en esta sociedad posmoderna,
llegándose, no sólo a tolerar, sino a defender como un derecho la posibilidad
de extirpar una vida humana. Me refiero, a la imposición de una dinámica
abortista que nace en el corazón de una colectividad con mentalidad
utilitarista, pragmática, indiferente y egoísta que hemos llamado sociedad del
bienestar. Por ello, la Iglesia e innumerables grupos pro vida, ponen en este
día el acento en intentar que la sociedad en general tome conciencia de la
degradación en la que está cayendo. Piensen que la vida es un don y una tarea,
un regalo, una bendición fruto del amor. Consecuencia de la entrega y
generosidad de un hombre y una mujer que tiene su fuente en el AMOR verdadero,
la más de las veces es inmerecido, y por supuesto nadie tiene la potestad sobre
la misma. Escuchar slogans como “Nosotras
parimos, nosotras decidimos” denota la baja autoestima personal, desprecio por el valor en sí mismo de la vida,
y la lejanía de una sabiduría cierta de lo que es el amor. En modo alguno,
pretendo emitir juicios sobre personas, pero sí manifestar que corremos un
grave peligro cuando la humanidad se ve incapaz de proteger y velar la vida
inocente, porque no alcanza a comprender que está negando el futuro a las
nuevas generaciones cortando su progreso desde los mismos cimientos. ¿Qué
futuro se puede llegar a otear en el horizonte para una humanidad que se
desprecia así misma?
Nadie tiene el poder de quitar
la vida en ninguno de sus estadíos; más aún, ni los padres, ni la madre en
solitario, puede ni debe decidir sobre una vida que gozando del ámbito donde realizarse
es totalmente autónoma e independiente. Dios nos recuerda, que Él no se olvida
de ninguna de sus criaturas: “¿Acaso
olvida una mujer a su niño de pecho, sin compadecerse del hijo de sus entrañas?
Pues aunque ésas llegasen a olvidar, yo no te olvido” (Is 49, 15). Quizás habría
que coger el testigo que Dios mismo pone en nuestras manos, y a imitación de
Cristo ir a esa periferia ideológica consecuencia de un corazón duro,
insensible, abyecto y llevarlo al convencimiento del que el verdadero bienestar
está en generar un estado de justicia que comienza por asumir y respetar los
valores absolutos inscritos en la ley natural, como el valor de la vida. Poner
al servicio de las familias todas las herramientas y medios posibles para que
puedan salvaguardar el don de un hijo o una hija con el que han sido
bendecidos. Esa debe ser la dinámica de una humanidad que se aprecia así misma.
Esta cultura de la muerte, de
la sin razón, quizás venga dada también porque el ser humano ha perdido la inocencia.
El término inocente, en una de su acepciones, es referido a “aquel niño de muy corta edad y por tanto carente
de la suficiente razón, o en su defecto a aquella persona adulta pero que
presenta una discapacidad de tipo mental que le impide actuar y pensar normalmente, restringiéndose a lo más básico y elemental”. Un
significado que asocia el término inocente a la situación de no saber o
ignorancia. En cambio, pienso que realmente habría que mirarlo desde la perspectiva
más positiva de “carencia de maldad”. Sería precioso que la fiesta que
celebramos nos hiciera a todos caer en la cuenta de lo importante que es
cultivar la inocencia en nuestras vidas. Ausencia
de maldad, sería un principio real de transformación. Junto con el don
preciado de la vida hemos recibido el don de la libertad. Un ejercicio éste de
la libertad, que en cuanto más nos inclinamos al bien más reluce y brilla la
vestidura de la inocencia; y en cuanto más erramos en nuestras decisiones más
deshonramos las galas con las que fuimos enfundados el día alegre y gozoso en
que nuestros ojos contemplaron la aurora de una existencia con vocación de
eternidad. Y el lugar donde vivimos, la creación, en vez de ser un paraíso
anticipado puede llegar a convertirse en una prisión; un lugar de dolor y
sufrimiento, un valle de lágrimas –como diría el poeta- que no acaba en la
muerte, sino que la postrimería del hombre se espera dramáticamente resultado
de la desesperación, ya que toda persona
sabe en su interior que la existencia no es finita; y que su plenitud eterna es
un eco del devenir terrenal.
Cultivar la inocencia en nuestras vidas es acceder a un
estado de justicia y paz ¡Qué bello sería vivir así! Un lugar presidido por la
bondad, el servicio, la comunión y el bienestar de todas las criaturas en un
diálogo constante y apacible con la tierra que lo sustenta; el mar que le anima
a la conquista del horizonte y al permanente progreso; y un cielo estrellado
que vela, custodia y protege los sueños que mañana se harán realidad. Así,
quedaría atrás el sufrimiento de miles y miles de criaturas que sangran por las
heridas de la incomprensión, la violencia, el hambre, la desolación, la
indiferencia, la persecución… ¿Cuántos inocentes más han de morir para que la
humanidad sea humanidad?
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