“De camino, entraron
en una aldea de Samaria para prepararle alojamiento. Pero no lo recibieron,
porque se dirigía a Jerusalén”
Este versículo del evangelio de Lucas me llamó ayer
poderosamente la atención. El Señor no es recibido porque no tuvieran medios o
posibilidad de acogerlo, más aún, deseaban ardientemente que se quedara con
ellos y poder gozar de su presencia, tener la posibilidad de escucharle y ver
los signos que hacía. Renuncian a Él porque se dirigía a otro lugar, un sitio que
para esa población se le hacía odioso. Un abismo en las relaciones que surgen
como consecuencia del deseo de poder y tener, por lo tanto de buscar quién
somete a quién. Esa ruptura, la división de estos pueblos, fue renunciar a su
naturaleza fundacional. Trajo consigo la debilidad, y ambos pueblos se vieron
abocados a que otras civilizaciones, con principios muy lejanos a los que
fundaron y dieron naturaleza a su unidad, los sometieran con brazo de hierro. Todo
esto trajo consigo una herida tan profunda que jamás pudo sanar, que llegó
hasta el tiempo de Jesús.
Del mismo modo, Jesús pasa todos los días por nuestra
puerta, por el hogar de nuestro corazón. Y el pecado que nubla nuestro interior
nos hace ciegos e impide ver la luz que puede llenar de colorido la estancia de
nuestra alma. Él nos dice cada día: “Yo
soy la luz del mundo, quien me siga no caminará en tinieblas, antes tendrá la
luz de la vida”, y también como le dice a la Samaritana: “Si conocieras el Don de Dios y quién es el
que te pide de beber, tú le pedirías a él, y te daría agua viva”. Entonces, por qué es más fuerte en nosotros
el odio, por qué nos empecinamos en buscar el mal del otro, por qué nos
apegamos a las cosas de este mundo como si en éstas estuviera nuestra
felicidad, por qué dejamos que el mal que nos han causado anegue de hiel
nuestra vida, por qué nos negamos a perdonar… En definitiva, nosotros podemos y
deseamos la felicidad, por lo tanto acoger al Señor, por qué lo dejamos pasar
de largo.
La actitud de cambio no puede ser la de los discípulos, en
este caso, la venganza. En nuestro caso particular, unas veces será la
venganza, otras no reconocer nuestra debilidad y nuestro pecado. Somos muy
hábiles para buscar justificaciones y para descargar la responsabilidad sobre
los demás, todo con tal de quedar incólumes ante los demás. Es decir, nos
preocupamos de nuestra fachada, del que dirán o piensen de mí, sobre todo no
perder el estatus ni perder comba mundana. Y lo importante de una casa no está
en la fachada sino en el interior, lo que contiene y que verdaderamente la
convierte en un hogar apacible donde reina la caridad. Y ésta, sólo nade en
aquél que bebe del agua viva.
Andemos pues, a toda prisa asear la casa que pasa por
reconocerse débil y criatura; preparar la alcuza con aceite –y mucho de repuesto-
para mantener encendida la lámpara, porque el Señor de todo te busca y quiere
visitarte, porque desea ardientemente que tengas vida y ésta en plenitud.
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