El pasado fin de semana estuve en la aldea del Rocío. La
Hermandad de Córdoba realizaba su peregrinación anual y había invitado a
participar de la misma a la Hermandad del Perdón de mi Parroquia. Ambas, durante el mes de octubre, celebran el
hermanamiento y han organizado diversos actos, entre el que se encontraba
acompañarles en su peregrinaje a visitar a la Reina de las marismas.
El Señor, por intercesión de su Madre bendita, me tenía
reservado un hermoso regalo: vivir una experiencia de fe y comunión extraordinaria
que ha llenado de gozo mi vida y que me ha fortalecido interiormente, y dado
esperanza. No sabría con cuál quedarme, ni decir cuál ha calado más en mí. Si
que quisiera compartir con vosotros un instante muy íntimo, que vivimos unos
pocos amigos ya entrada la madrugada ante el “Sine labe Concepta” –Simpecao- de
la hermandad de Córdoba.
Antes de despedirnos y marchar a descansar para acudir al
día siguiente a la celebración de la Santa Misa en la ermita, los amigos que
nos habían acogido, cariñosa y generosamente, nos invitaron a dar gracias a la
Virgen al final de la jornada. Pensé que sería un instante, un momento para
acabar el día con el sabor de fe y recogimiento, y así, cerrar nuestros ojos al
albur de las estrellas y quedar abandonados al corazón providente de la Virgen
del Rocío. Como viene siendo habitual, me volví a equivocar, y el Señor
zarandeó mi corazón y estremeció mi alma. Se sirvió de unos corazones jóvenes
que con sus cantos, que eran regueros de plegarias que brotaban incansablemente;
y que como lluvia suave iban rompiendo mi castillo interior demoliendo todas
mis defensas y penetrando hasta lo más hondo de mi ser. El testimonio de estos
chicos fue una punta de lanza que abrió mi corazón, devolviéndome el ser y me
animó a compartir, en ese clima de oración, la experiencia que había vivido en
este último tiempo.
Les conté, que no siempre sabemos lo que pedimos al Señor.
Hacía varios meses, vísperas de la fiesta de la Virgen de Fátima, en que acudí,
con parte de este mismo grupo, a la aldea del Rocío a vivir el traslado de la
Señora desde Almonte hasta su ermita. En aquellos momentos, le imploraba a la
Virgen tenazmente por algo de lo que estaba convencido que debía ser y que era justo y necesario. Se tornó todo lo
contrario en mi vida. A partir de ese momento todo lo vi nigérrimo. Más aún,
donde antes había luz ahora eran tinieblas. Y todo, porque no escuché en el
corazón la Palabra de Dios, porque mi soberbia me llevó a imponer mi voluntad,
a no saberme criatura y aceptar con sencillez el querer de Dios. Como hijo, no
alcancé a comprender que Dios es mi Padre, que me quiere con locura y busca lo
mejor para mí; como sacerdote, he dado muestras de una infidelidad mayor al no
vivir lo que convencido predico: no hay nada que nos pueda hacer más feliz que
cumplir la voluntad del Señor en nuestras vidas.
El Señor se valió de estos jóvenes para hacerme un regalo
extraordinario en compañía de mis amigos, que digo amigos, una gran familia que
es un don en el día a día. Hoy estoy exultante de alegría, porque
verdaderamente allí donde vi cruz e ignominia era la puerta a una vida más
feliz y más plena. Y aprender en la propia existencia que no existe nada más
bello que hacer la voluntad de Dios. Sí, Señor y Padre mío, vivir de tu corazón
sólo puedo esperar vida en abundancia, colmada de ternura y amor. En la
contemplación de tu corazón traspasado uno encuentra la fuente de la libertad.
Gracias Señora de las Marismas, gracias familia, gracias
amigos.
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