“La Obra es
Jesucristo. Él es el inspirador, el sostén, la vida, el modelo, la teoría, la
práctica, el sistema, el método, el procedimiento, la regla, las
constituciones, todo, en suma. Siendo Jesucristo nuestro modelo y nuestro amor,
los miembros de nuestra familia tendrán idéntica conformación espiritual y
vivirán unidos en Cristo y por Cristo, en el cual todos debemos amarnos. Que
nunca os interese conocer la manera cómo fulana hace tal cosa, ni el modo de conducirse
la otra, porque lo que importa conocer es la doctrina y vida de Jesús, hasta en
sus más leves detalles, para ajustar a ella nuestra conducta, y modelar nuestro
espíritu según Cristo”.
San Pedro Poveda se dirigía de este modo al grupo de
mujeres, modelo de maestras, con las que levantó lo que hoy conocemos como la
Institución Teresiana. Tomo prestadas estas palabras para animar a todos los
que tienen la apasionante tarea de servir a la Iglesia en la Escuela Católica.
Cuando andamos muy preocupados en cómo diferenciarnos y ser una propuesta
elocuente y atractiva en el panorama educativo actual conviene leer, meditar e interiorizar
estas palabras. Una llamada a volver sobre las fuentes que son las que han de
iluminar el ser y quehacer de la acción educativa y jamás verse apagada por la
criticidad de la novedad, más bien, el espíritu constante de agiornamiento ha
de venir a extender y hacer más fructífera la semilla primera.
La diversidad de carismas puestos al servicio de la
educación tienen en su origen a unos fundadores (laicos, religiosos,
religiosas, sacerdotes, obispos) cuya fe y vida de oración despertaron una
especial sensibilidad para escuchar la voz de Dios y dejarse humildemente instruir y acompañar por la gracia del
Espíritu Santo que les llevó a poner en marcha una pequeña escuelita para
atender a los más pobres, y para llevarles al conocimiento de la Buena Noticia
que hiciera arder de amor sus corazones. Hoy se impone volver la mirada a Jesús
y aprender de Él, amarle intensamente para así poder amar a aquellas almas
límpidas, que desde la más tierna infancia hasta la más aguerrida y
esperanzadora juventud, ha puesto en vuestras manos para que, con el testimonio
de una vida evangélica, vayáis dibujando los cimientos sobre los que edificarán
su vida y, por ende, la sociedad del mañana.
La Escuela Católica halla su novedad en su referencia a Jesús
y el mensaje evangélico. La lucha por estar en la punta de lanza con las
mejores herramientas no dejan de ser mediaciones y no el fin en sí mismo que es
lo que realmente da sentido y es el imán que nos lleva a lo que ciertamente nos
diferencia y nos hace ser una propuesta incomparable. Hemos caído en la
tentación de diluirnos y no destacar desde la convicción lo que somos, movidos
por la bondad de ser levadura que fermenta en la masa; pero tristemente
olvidando la motivación primera. Hemos abandonado el ejercicio de la virtud,
mundanizando nuestro carisma y perdiendo toda referencia trascendente
convirtiéndolo en un proyecto árido. Falta el espíritu, la fuente se está
secando porque hemos cambiado el surtidor del agua que mana y corre por la
baratija que nos enloquece por su hermosura pero que el tiempo la deja en
oropel y que termina siendo arrumbado hasta que llega otra cosa que nos ciega
extendiendo sin término el círculo del engaño.
La grandeza del programa no se mide por la magnificencia
exterior, se valora por el fruto, humilde y sencillo, que nace de una
disposición interior como respuesta a la llamada recibida; y un trabajo en
comunión silente, militante, constante, alegre, entregado… Para llevar esto
último acabo, se necesita que todos los miembros sean uno como el Padre y el
Hijo son uno. Una sola armonía fruto de la conjunción de la diversidad carismática
que alberga esta gran familia que sirve a la Escuela. “Existen carismas diversos, pero un mismo Espíritu; existen ministerios
diversos, pero un mismo Señor; existen actividades diversas, pero un mismo Dios
que ejecuta todo en todos. A cada uno se le da una manifestación del Espíritu
para el bien común” (1ª Cor 12, 4-7)
Mantener el mismo Espíritu exige acudir a quien nos hace uno
en la contemplación diaria de su Misterio, y gozar de su trato cercano y
amistoso. Quien penetra en la vida de Dios, en la vida de Jesucristo, en el
encuentro personal toda su vida se convierte en reflejo de su amor. Dejar que
viva en vosotros provocará que todo el ser quede transformado y viváis vuestro
quehacer como educadores según el querer de Cristo. Ver, pensar, sentir, vivir…
en definitiva interpretar el mundo a la luz divina. También ayudará el beber del Magisterio de la Iglesia
que es abundante en cuestiones educativas; la lectura constante del espíritu
que los fundadores quisieron impregnar a esta obra; el propio Ideario, como
manual en la cabecera de vuestra cama cuya lectura asidua vaya inscribiendo en el
alma el espíritu que ha de ser vuestra bandera. En todo, poniendo el corazón,
la vida misma. Quien se acerca a la intimidad de Dios experimentará la
experiencia de comunión.
Ese mismo Espíritu que hará de vosotros discípulos insignes
del Divino Maestro será quien convierta el proyecto de la Escuela Católica en
el más atrayente y singular, siempre nuevo, sin necesidad de marketing. Unos
corazones que sienten con gozo del mismo modo ya convencen con la sola
presencia, “Un reino dividido quedará
asolado, y toda ciudad o familia dividida no se mantendrá en pie” (cf. Mt
12, 25). La Escuela Católica debe mirarse y examinarse. Ha de
buscar nuevos planteamientos de futuro que se encuentran en la vuelta a la
fuente que nos inspira y dar el ser, y en sentirse como una única familia en su
extraordinaria diversidad. Cualquier otra iniciativa contraria serán los sones
de una marcha fúnebre. Una mirada soñadora, que nace del espíritu libre y
verdadero, será las primeras notas de una melodía angelical que evoca
eternidad.