¿Por qué es tan difícil?, me peguntaba mientras ojeaba la prensa
del día sin saber que horas más tarde un buen número de conocidos sufrían en
sus vidas la acción deliberada de otros que procuraban su mal. ¿Es tan
complicado buscar el bienestar del prójimo? ¿Se puede evitar tanto dolor y
sufrimiento? ¿Somos felices, estamos en paz con nosotros mismos, participando
de una cultura tan perversa? ¿Habrá la humanidad desistido de la tierra
prometida? ¿Ha renunciado el hombre a su mismidad bondadosa para dejar de “SER”
y vagar la existencia en la indolencia pendiendo de unos hilos que unas manos
diabólicas sostienen a su antojo privándonos de una vida plena y justa?
Por momentos, uno tiene la tentación de perder la esperanza. Basta
con abrir una ventana al mundo despojándose de la manta de la rutina, y
recuperando la capacidad de asombro, contemplar el llanto y abatimiento de las
gentes. Uno llega a cansarse y hastiarse de oír a tanto telepredicador que vocifera en “prime time” vacuas promesas
autoproclamándose como los únicos y válidos neo-redentores; o decepción y
fracaso, tristeza y desesperación ante aquellos profetas adalides del acervo doctrinal
que lo proclaman en un lenguaje incomprensible y alejado de la realidad… He
aquí donde adquieren comprensión las palabras de Jesús: “al ver la muchedumbre, sintió compasión de ella, porque estaban
vejados y abatidos como ovejas que no tienen pastor” Mt 9, 36.
Confío en que todo esto puede ser transformado; el hombre, por
naturaleza, es bueno. Hemos de recuperar la conciencia de la dimensión
trascendente del hombre que lo reconoce como ser libre que se pregunta y
cuestiona el devenir de la existencia. Esa pregunta es la que verdaderamente ha
movido a la humanidad desde siempre a buscar la felicidad plena. Hay que
comenzar por romper el caparazón, la bóveda, que imposibilita que esa luz
trascendente alcance la conciencia y el corazón de la persona, para que ésta
sea agente principal en el dinamismo del progreso y expansión de la belleza de
la creación. Es necesario hacer frente a aquellas corrientes que se ciernen
sobre la finitud e impiden abrirse a un horizonte de eternidad.
Esta acción de cambio pasa por llevar a cabo una catarsis
personal. No podemos quedarnos como meros espectadores y esperar a que sean
otros los que aporten las soluciones. No hay que tener miedo a estar a la
intemperie, sufrir la muerte a una existencia decrépita para poder gozar de la
vida verdadera, una vida de bondad, una vida de bien, una vida justa y en paz,
una vida que no acaba sino que alcanza su plenitud en Dios.
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