La barbarie sigue haciendo estragos en innumerables lugares de
este pequeño hogar que llamamos tierra. Constatamos que, en la cultura del mal,
del terror, que se concreta en numerosos actos de violencia individual y
colectiva, participa al ser humano de una forma anárquica u organizada, en el
campo de batalla o desde un histórico despacho enmoquetado, desde un espíritu
empapelado religiosamente o una logia, con intención de crear un nuevo orden
mundial… En definitiva, pone de manifiesto que la humanidad aún no ha
encontrado el camino que promueva la colaboración de todos en el progreso y
bienestar de los pueblos.
Ya lo denunciaba San Juan XXIII, el Papa bueno, en la encíclica Pacem in terris: la necesidad de
responder a los problemas de este mundo con una “autoridad pública cuyo poder, estructura y medios sean suficientemente
amplios y cuyo radio de acción tenga un alcance mundial”. Esta autoridad
debe contar con el consentimiento de todas las naciones y no impuesta por unos
pocos, imparcial, y cuyo objetivo sea el bien de todos los pueblos. Para que no
ocurra lo que está sucediendo, de igual modo, advertía: “Porque si las grandes potencias impusieran por la fuerza esta
autoridad mundial, con razón sería de temer que sirviese al provecho de unas
cuantas o estuviese del lado de una nación determinada, y por ello el valor y
la eficacia de su actividad quedarían comprometidos”.
No caigamos en la tentación de negar el mal, no sucumbamos a
pensar que lo que está sucediendo es una guerra de religiones. No. Aquí hay
muchos intereses económicos y políticos de un signo u otro. Poderes oscuros que
utilizan el desvalimiento humano ocasionado por la pobreza en la que una gran
parte de la humanidad está atrapada y la injusticia con la que son esquilmados
muchos pueblos y erradicada su identidad y cultura. Y lo que es inmensamente
horrible es que quienes tenemos la posibilidad de poder transformar esta dinámica,
vivimos ajenos a ella o miramos hacia otra parte hasta que esa violencia llama
a la puerta de nuestras casas.
Cuando nos convertimos en objeto de ese mal, que de algún modo
hemos consentido, salimos a las plazas con pancartas, ramos de flores, velas…,
perfiles en redes con “Je suis…” y elevamos gritos de paz. Pero, ¿qué paz?, ¿la
de poder seguir haciendo mi vida ajeno al grito de los que claman justicia?
Decía el Papa bueno: “la paz será palabra
vacía mientras no se funde sobre el orden (…) basado en la verdad, establecido
de acuerdo con las normas de la justicia, sustentado y henchido por la caridad
y, finalmente, realizado bajo los auspicios de la libertad”.