Unas palabras para meditar y saborear en la oración.
Queridísimos
jóvenes
Hemos venido
hoy aquí para acompañar a Jesús a lo largo de su camino de dolor y de amor, el
camino de la Cruz, que es uno de los momentos fuertes de la Jornada Mundial de
la Juventud. Al concluir el Año Santo de la Redención, el beato Juan Pablo II
quiso confiarles a ustedes, jóvenes, la Cruz diciéndoles: “Llévenla por el
mundo como signo del amor de Jesús a la humanidad, y anuncien a todos que sólo
en Cristo muerto y resucitado hay salvación y redención” (Palabras al entregar
la cruz del Año Santo a los jóvenes, 22 de abril de 1984: Insegnamenti VII,1
(1984), 1105).
Desde
entonces, la Cruz ha recorrido todos los continentes y ha atravesado los más
variados mundos de la existencia humana, quedando como impregnada de las
situaciones vitales de tantos jóvenes que la han visto y la han llevado. Nadie puede
tocar la Cruz de Jesús sin dejar en ella algo de sí mismo y sin llevar consigo
algo de la cruz de Jesús a la propia vida. Esta tarde, acompañando al Señor, me
gustaría que resonasen en sus corazones tres preguntas: ¿Qué han dejado ustedes
en la Cruz, queridos jóvenes de Brasil, en estos dos años en los que ha
recorrido su inmenso país? Y ¿qué ha dejado la Cruz en cada uno de ustedes? Y,
finalmente, ¿qué nos enseña para nuestra vida esta Cruz?
1. Una antigua
tradición de la Iglesia de Roma cuenta que el apóstol Pedro, saliendo de la
ciudad para huir de la persecución de Nerón, vio que Jesús caminaba en
dirección contraria y enseguida le preguntó: “Señor, ¿adónde vas?”. La
respuesta de Jesús fue: “Voy a Roma para ser crucificado de nuevo”. En aquel momento,
Pedro comprendió que tenía que seguir al Señor con valentía, hasta el final,
pero entendió sobre todo que nunca estaba solo en el camino; con él estaba
siempre aquel Jesús que lo había amado hasta morir en la Cruz. Miren, Jesús con
su Cruz recorre nuestras calles para cargar con nuestros miedos, nuestros
problemas, nuestros sufrimientos, también los más profundos.
Con la Cruz,
Jesús se une al silencio de las víctimas de la violencia, que no pueden ya
gritar, sobre todo los inocentes y los indefensos; con ella, Jesús se une a las
familias que se encuentran en dificultad, que lloran la pérdida de sus hijos, o
que sufren al verlos víctimas de paraísos artificiales como la droga; con ella,
Jesús se une a todas las personas que sufren hambre en un mundo que cada día
tira toneladas de alimentos; con ella, Jesús se une a quien es perseguido por
su religión, por sus ideas, o simplemente por el color de su piel; en ella,
Jesús se une a tantos jóvenes que han perdido su confianza en las instituciones
políticas porque ven egoísmo y corrupción, o que han perdido su fe en la
Iglesia, e incluso en Dios, por la incoherencia de los cristianos y de los
ministros del Evangelio. En la Cruz de Cristo está el sufrimiento, el pecado
del hombre, también el nuestro, y Él acoge todo con los brazos abiertos, carga
sobre su espalda nuestras cruces y nos dice: ¡Ánimo! No la llevas tú solo. Yo
la llevo contigo y yo he vencido a la muerte y he venido a darte esperanza, a
darte vida (cf. Jn 3,16).
2. Y así
podemos responder a la segunda pregunta: ¿Qué ha dejado la Cruz en los que la
han visto, en los que la han tocado? ¿Qué deja en cada uno de nosotros? Deja un
bien que nadie más nos puede dar: la certeza del amor indefectible de Dios por
nosotros. Un amor tan grande que entra en nuestro pecado y lo perdona, entra en
nuestro sufrimiento y nos da fuerza para sobrellevarlo, entra también en la
muerte para vencerla y salvarnos. En la Cruz de Cristo está todo el amor de
Dios, su inmensa misericordia. Y es un amor del que podemos fiarnos, en el que
podemos creer. Queridos jóvenes, fiémonos de Jesús, confiemos totalmente en Él
(cf. Lumen fidei, 16). Sólo en Cristo muerto y resucitado encontramos salvación
y redención. Con Él, el mal, el sufrimiento y la muerte no tienen la última
palabra, porque Él nos da esperanza y vida: ha transformado la Cruz de
instrumento de odio, de derrota, de muerte, en signo de amor, de victoria y de
vida.
El primer
nombre de Brasil fue precisamente “Terra de Santa Cruz”. La Cruz de Cristo fue
plantada no sólo en la playa hace más de cinco siglos, sino también en la
historia, en el corazón y en la vida del pueblo brasileño, y en muchos otros. A
Cristo que sufre lo sentimos cercano, uno de nosotros que comparte nuestro
camino hasta el final. No hay en nuestra vida cruz, pequeña o grande, que el
Señor no comparta con nosotros.
3. Pero la
Cruz nos invita también a dejarnos contagiar por este amor, nos enseña así a
mirar siempre al otro con misericordia y amor, sobre todo a quien sufre, a
quien tiene necesidad de ayuda, a quien espera una palabra, un gesto, y a salir
de nosotros mismos para ir a su encuentro y tenderles la mano. Muchos rostros
han acompañado a Jesús en su camino al Calvario: Pilato, el Cireneo, María, las
mujeres… También nosotros podemos ser para los demás como Pilato, que no tiene
la valentía de ir contracorriente para salvar la vida de Jesús y se lava las
manos. Queridos amigos, la Cruz de Cristo nos enseña a ser como el Cireneo, que
ayuda a Jesús a llevar aquel madero pesado, como María y las otras mujeres, que
no tienen miedo de acompañar a Jesús hasta el final, con amor, con ternura. Y
tú, ¿como quién eres? ¿Como Pilato, como el Cireneo, como María?
Queridos
jóvenes, llevemos nuestras alegrías, nuestros sufrimientos, nuestros fracasos a
la Cruz de Cristo; encontraremos un Corazón abierto que nos comprende, nos
perdona, nos ama y nos pide llevar este mismo amor a nuestra vida, amar a cada
hermano o hermana nuestra con ese mismo amor. Que así sea.
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