¡Qué bella es
Córdoba! ¡Qué excelsa cantas!
Que amaneces
entre verdes trigales,
mecida en azahar
de naranjales;
corona de
encinas, río a tus plantas.
Una alhaja por
la fe conquistada,
una tierra que a
Dios eleva el alma
al abrigo de una
almenada en calma,
el tañir de una
torre enamorada.
La creación
entera concurre en ti;
un solo
palpitar, un solo canto
en una melodía
angelical,
como nunca en la
ciudad yo sentí
un silencio roto
por el quebranto
de un “himno egregio: ¡Viva la Catedral!
Amigos todos,
El sol suavemente aparece en el final de
la aurora de todo un año de espera, donde los corazones cofrades con inquietud,
impaciencia y vigor, comienzan a despertar ante el tronío de los ángeles que
rasgan el firmamento, y que desde lo más alto anuncian un nuevo estreno, que
este amanecer es distinto; está colmado de la alegría de un rocío que fecunda y
hace brotar el azahar, embriagando con su aroma el lugar donde emerge un río de
plegarias y sentimientos hacia el dador de todo bien, el templo fernandino,
testigo del devenir de la historia de un pueblo. El sol en su pórtico, un haz
de luz que a través de su rosetón gótico-mudéjar, apaga el frío invierno y
aviva el florecimiento de lo pequeño, humilde y sencillo.
En los hogares cordobeses, nerviosismo,
turbación, ansiedad…, las calles y plazas se llenan de chiquillería y algarabía;
carreras, prisas, colorido, regueros de pequeños cogidos de las manos de sus
padres, familias enteras que al paso de los templos, de sus canceles, van
tomando pequeñas ramas de olivo, algún avispado toma palmas y palmitos en sus
suaves y delicadas manos, y caminan al encuentro de aquel que viene “victorioso, humilde y montado en un asno,
en un pollino”[1]; es
nuestro Padre Jesús de los Reyes, del que han oído hablar que “ha venido a anunciar a los hombres la Buena
Nueva” [2].
Ya se divisa la Borriquita, ¡ahí viene madre! ¡Mira, papá, es el Señor!, y ante
el grito inocente de los niños y niñas vestidos de hebreos, sube alegremente el
Señor por el Realejo, camino del que mañana será su Gólgota, al canto
entusiasta de aquellos que en la niñez te mecen, hijos de la Señora fuerte y Madre
de la Victoria; sobresale exultante el himno: ¡Hosanna! ¡Bendito el que viene en nombre del Señor, el Rey de Israel![3]
El Señor de los Reyes, desde el abajamiento y la humildad, toma la ciudad
patricia, y en la lontananza, como quien todo lo observa en la distancia, que
huye del protagonismo, está la bendita Madre de la Palma, cobijada en el azul
impregnado del amarillo de la palma martirial y arropada en un manto, presagio
de la sangre que se ha de derramar para que nuestras almas broten a la vida eterna.
Nuestro Señor quiere quedarse ya con sus
íntimos, sus discípulos. En tanto, uno de ellos, Judas Iscariote, va a tratar
con los sumos sacerdotes y los jefes de la guardia el modo de entregar a Aquel
que se había ganado al pueblo.
También se retira su bendita Madre, que
amparada por un palio de rejilla, trasluce el azul del cielo, el revoloteo de
las palomas y golondrinas; escoltada por los serafines y querubines, camina
alegre y gozosa la niña pura, la niña gitana, vibrando en su corazón por el calor
dispensado a su hijo. Ella, Esperanza cordobesa; tras su verde manto, jóvenes
desgranan dulces y radiantes melodías, y sus costaleros, con el andar juntito,
descienden escalones entre muros de blanca pureza, moteados por el rojo de la
buganvilla, uniendo la Villa y la Axerquía. Ella nos habla, entre lágrimas y
cantares, que es Madre de todos, no hay distancia, divisiones, guetos… todos
somos uno, una familia, la familia de los hijos de Dios. Tez morena, que
dulcemente, con quietud y sosiego, al son de “Saeta Cordobesa”, por el callejón
del Conde de Priego, Santa Marina, llegas a tu hogar; también para recogerte en
el silencio, en la espera de la noche más negra y dolorosa, y al tiempo fuerte,
pilar de la Iglesia, Señora de la Esperanza.
En la callada y sigilosa tarde, la luz
del amanecer resiste a apagarse en poniente, donde en una sala nutrida de
juventud, se escucha: “Con ansia he
deseado comer esta Pascua con vosotros antes de padecer”[4];
en las postrimerías de su ministerio, Jesús de la Fe, dicta las últimas
recomendaciones a sus amigos: “Os doy un
mandato nuevo: que os améis los unos a los otros”.
En este clima de intimidad y confidencia,
en un portentoso paso barroco, refectorio dorado, y a la luz de unos
candelabros de guardabrisa, tras mostrarnos cuál ha de ser la actitud del
cristiano, siempre sirviendo, abajándose, por amor; Cristo sacerdote instituye
la eucaristía: “Tomad y comed este es mi
cuerpo”[5]. Y en
sus manos eleva el cáliz diciendo: “Bebed
de él todos, porque esta es mi sangre de la Alianza, que va a ser derramada por
muchos para remisión de los pecados”[6].
De poniente parte el memorial eucarístico que hunde sus raíces en el corazón de
nuestra Córdoba, en la Trinidad, desde donde caminó por primera vez este
misterio al que pude acompañar en ese inolvidable Jueves Santo de 1994. Hoy
siembra de amor eucarístico toda la ciudad, acompañado de innumerables tarsicios,
alegres y pizpiretos, que prenden de luz los jardines del paseo de la Victoria
a su regreso, pero que no acaban de iluminar el vacuo, duro e indolente corazón
del traidor que busca escabullirse de la fuente del amor.
Fuente de agua viva, sangre derramada que
revitaliza el alma, calma la sed del que busca incesantemente la verdad,
alimento para el peregrino. Hostia expuesta para la contemplación, para el
diálogo de amistad como diría Santa Teresa de Jesús. Hoy, como antaño, acudimos
allí donde se
encuentra realmente presente con su cuerpo, sangre, alma y divinidad, nuestro
Salvador. Hacemos esta santa noche las visitas a los Monumentos como expresión
de amor y agradecimiento, y nos postramos ante Él, en reverente actitud de
adoración y reparación. A imitación de San Felipe Neri, que en el siglo XVI,
para contrarrestar la decadencia moral de su tiempo, tuvo la feliz idea de
organizar siete visitas a históricas iglesias romanas: las cuatro basílicas
principales (San Pedro, Santa María la Mayor, San Pablo extramuros y San Juan
de Letrán), y las iglesias de San Lorenzo, Santa Cruz y San Sebastián. Hoy, la Córdoba
cristiana y cofrade, acompaña a María en esta lúgubre y luctuosa noche desde el
monasterio de las Dominicas de Santa María de Gracia, Cistercienses de la Encarnación,
Carmelitas de Santa Ana, Jerónimas de Santa Marta, Capuchinas de San Rafael,
Clarisas de Santa Isabel y Esclavas del Santísimo Sacramento. Para quedarnos, estar,
compadecer con Jesús paciente, en el silencio y abandono.
Llegamos a nuestra serranía, allí
donde se oculta un hermoso Getsemaní que esculpiera en la roca el Beato Álvaro,
donde en esta hora duerme el ruiseñor y el mirlo; un bosque de sauces, avellanos,
encinas y pinos piñoneros; donde crece el jazmín silvestre, la azofaifa, el
espino de Jerusalén y el rusco: rojo intenso regado con la sangre que mana de
las sienes del Divino Redentor y que florece en primavera. En esta oscuridad,
cuando los discípulos son incapaces de velar, se dibuja a la luz de la luna, la
figura doliente de Nuestro Padre Jesús de la Oración en el Huerto, el Señor que
inspiró a San Francisco un himno a la Creación; el Jesús del que se prendaron
los agricultores y olivareros de la Córdoba del siglo XVII; y en este siglo,
escuela y manantial de cofrades. Es un momento triste y doloroso, mitigado y
acompasado con el egregio y solemne andar que proclama la majestuosidad de la
humildad del Hijo, que arrodillado, eleva la mirada al Padre diciendo “Padre mío, si es posible, que pase de mí
este cáliz, pero no sea como yo quiero, sino como quieras tú”[7]. No
rehúye la misión, la tarea encomendada. En la soledad del sí, en la soledad: un
consuelo, sentirse al Amparo de la Madre de los creyentes, en la distancia
siente cómo apaga la tristeza y angustia.
El sueño se interrumpe, una voz, la del
Maestro: “¡Levantaos! ¡Vamos! Ya está
aquí el que me entrega”[8].
Aquel que era amado con eterna locura, consuma la acritud de su alma, abre su
corazón agrio y balbucea titubeante un saludo: “Salve, Maestro”; y un gesto mentiroso y traidor: “y le besó”[9].
El mismo que en el misterio salesiano se esconde y cae preso de la locura del
pecado. Desconcierto, gritos, agarrones, zarandeos, empujones, envites; una
espada: Pedro, la roca impetuosa que ignora que más de doce legiones de ángeles
estarían dispuestas a defender al Redentor. En otros el miedo, la perplejidad,
la vacilación que atenaza el cuerpo y, como el joven discípulo, el que reclinó
su cabeza en el pecho del Maestro y escuchó su melodioso y armónico latir,
observa incrédulo el ominoso momento. Al pronto se forma la comitiva que abre
un judío, cumpliendo órdenes de un soldado romano, que lleva atado como vulgar
malhechor a Jesús, que prendido, calla, mira hacia abajo, y con humildad sus
pies bendicen el embaldosado de María Auxiliadora. Madre de la Piedad, ¿cuántas
traiciones más se han de cometer? ¿Cuántos por un puñado de monedas, o de
prestigio, o poder, han de seguir sembrando dolor y sufrimiento? Ayúdanos a no
responder con violencia; ni tampoco a escondernos y callar o mirar hacia otro
lado y permanecer en nuestra zona de confort, en la cultura del bienestar.
Haznos como Él, humildes y valientes en la verdad, testigos, que como San Juan
Bosco seamos capaces de liberar al hombre de la prisión del pensamiento único y
creer en sus propias posibilidades, especialmente en el cuidado y educación de
los jóvenes, que se ejerciten en la libertad y confíen en crear un proyecto de
vida, un futuro en justicia.
Encauza, esta fatal compañía, las recónditas
y estrechas calles de la Judería, se despiertan los impíos que ayer vitoreaban
al Justo humilde y que hoy, desde las alturas de sus ventanucos, se unen a la
chusma haciendo muecas y burlas al que unos gusanos llevan maniatado. Ultiman
su peregrinaje por la senda del Buen Pastor a venir a caer a San Roque, para
ser presentado ante los 70 ancianos que componen el tribunal y el Sumo
Pontífice, Caifás. No son los ancianos que con ternura y lágrimas en sus ojos
esperan cada miércoles santo al Dios consuelo y compasivo, los mayores que
manifiestan en sus rostros la entrega, la generosidad, el trabajo, el sacrificio,
el abandono, la soledad, y que esta joven hermandad, plena de barbilampiños,
mozos, que cándidamente desean ser sus cirineos, al tiempo abren sus oídos y el
corazón a la sabiduría que mana de sus historias probadas en el devenir de los
tiempos. Jesús del Perdón es recibido por Anás y dos sanedritas; los 31 puntos
de luz del misterio no acaban de disipar la tiniebla del corazón de estos
sacerdotes, que anclados en la soberbia y la envidia, se ufanan ante Aquel que
jamás anduvo en subterfugios o escondiéndose, siempre dando la cara. Y ante la
evidencia de sus palabras, la arrogancia del que quiere congratularse ante el
poder, abofetea el dulce y apacible rostro de la Divina Majestad. En el
instante, un llanto irrumpe en el patio de Caifás, Nuestra Señora del Rocío y
Lágrimas se desploma y cae al suelo, sus ojos vierten lágrimas a raudales que se
transforman en rocío, preludio de un pesaroso y compungido amanecer; sus manos
se abren y alzan queriendo consolar la afrenta y endulzar la mejilla de Nuestro
Señor del Perdón. ¡Ángeles del cielo!, ¿por qué
calláis? Arcángel San Miguel, es este el momento de pisotear la serpiente y
lancear al maligno que arde en deseos de someter al justo. No. Es la hora de
callar, es la hora del silencio.
En el exterior, Pedro, ensombrecido y
desolado, pone de manifiesto la verdad de su corazón: la falta de valentía en
la persecución, aún no estaba preparado para beber el mismo cáliz del Maestro;
y en el interior, el Sanedrín espera, presidido por Caifás que sentado en un
excelso y poderoso sitial, asiste furioso y enajenado a la infructuosa trama
que había conspirado con los eruditos, escribas y fariseos. Disponiéndose a
resolver el asunto, se levanta frenéticamente y en el delirio del que ha
perdido la razón y la fe, pregunta: ¿Eres
tú el Hijo del Dios vivo? El Divino Redentor sencillamente contestó: “Yo soy”. Y al punto comenzaron a
escupirle y zarandear al amabilísimo Cristo de la Redención. ¡Oh, Jesús mío,
divino Hijo de Dios que viniste a traer la justicia, la paz y la esperanza a la
humanidad, Señor, que llegaste a nosotros para que viéndote a ti creyéramos en
el Padre! Son tus propios ministros los incapaces de reconocerte, aquellos
revestidos de una especial gracia para mostrarte a un mundo decadente y
sediento del agua viva que derraman tus ojos ante la traición más dolorosa de
los que tú elegiste para que fuesen tus amigos y actuaran en tu nombre. Señor,
callas en esta hora, no por temor al poder, sí ante la cerrazón del corazón y
ante la ausencia de la razón y ante aquellos que han perdido la fe y el amor
primero y ven como una amenaza que el hombre se levante y desee ser libre y
regir su propio destino. En este abandono sigue a tu lado el pueblo, tu barrio,
que henchido de sabiduría acoge agradecido el alto precio que pagaste para
redimirlos del yugo al que habías sido sometido y que testimonian ese amor en
el innumerable ejército de querubines que con sus trompetas, tambores y
cornetas, hacen compañía en su prisión al angustiado, escarnecido y abandonado
Jesús de la Redención. Su juventud te hace brillar en la humildad y en el
silencio, porque la bendita Madre, Estrella refulgente, sigue sosteniéndote en
esta trágica noche, como en la niñez, cuando musitaba una nana al dulce nombre
de Jesús.
Nuestro Señor, como un juguete roto
rodeado de una insolente y desfachatada compañía, comienza un deambular por las
calles de la Jerusalén cordobesa, yendo a parar a las manos del poder civil,
que sorprendido y estupefacto, ve invadida la torre Antonia, encontrándose
enfrente un rostro ensangrentado fruto de los golpes y bastonazos, un hombre
despreciado por su propio pueblo. Los dos poderes se enfrentan, religioso y
civil. ¿Hasta cuándo Señor de la Sangre hemos de seguir padeciendo este antagonismo
y despropósito? Señor, sostenido por la elegancia, pureza y refinamiento de tus
costaleros en la entrada conventual cisterciense, el procurador famoso por sus
acciones homicidas, acomplejado, ante tu mirada pregunta: “¿Eres tú el Rey de los judíos?”[10],
y tú contestas: “Mi Reino no es de este
mundo”[11],
pero en ello te digo que soy Rey, y he aquí mi madre Reina y Señora de los
Ángeles enjoyada con oro de Ofir; Madre, que desprende aromas suculentos,
mixtura de aroma a nardo. Ella viene tras de mí, en silencio, sostenida por mi
discípulo amado y arropada por la jerarquía angelical: los ángeles, arcángeles
y principados, ayudados por las potestades, virtudes y dominaciones, y elevada
al cielo por los tronos, los querubines que son los guardianes de la luz y las
estrellas y los serafines, que con sus alas entrelazadas impiden que la tierra
toque a la siempre admirable y pulcra Reina de los Ángeles.
En el desconcierto, el procurador trata
de zafarse del galileo enviándolo a Herodes que por esos días se encontraba en
la ciudad de David. Una prueba más, pasan los siglos y los poderes, ante la
dificultad, evitan asumir responsabilidades y afrontar con coraje los problemas
de los hombres. Siempre confabulando, cuidando su imagen, protegiendo sus
tesoros y estatus. Herodes lo recibe con algarabía y júbilo, aparece como la
imagen de los hombres que buscan respuestas fáciles, los milagros y prodigios
mágicos que narcotizan y ensombrecen la razón del hombre, el espectáculo, lo
cómico. Y ante Jesús del Silencio, Herodes y su séquito, como diría San
Buenaventura “lo desprecian como
impotente, porque no hizo ningún milagro; como a ignorante, porque no respondió
palabras; y como a estúpido, porque no se defendió”. El Rey de la locura,
laxitud, perdición y corrupción del poder, vistió con túnica blanca a Jesús,
despreció al que maniatado e inclinando la cabeza callaba humildemente; así
actuó el hijo de aquel otro Herodes que no reconoció el fruto divino de las
entrañas de Nuestra Madre de la Encarnación, que fuertemente se sobrepuso ante
el León que quiso arrebatar la vida de su hermoso hijo. Mujer fuerte, animosa,
atrevida e intrépida, modelo de las sencillas jóvenes que sobre su costal
toman, con gran ánimo y exultantes, la Córdoba sultana y mora para mostrar que
la mujer no es un objeto, no es propiedad de nadie; ellas rigen su propia
existencia y son dueñas de su futuro, libres e iguales en dignidad, que se
resisten a ser subyugadas por el género; son hijas, amantes esposas, tiernas
madres, cándidas abuelas… nuevas “Evas” que lucen como estrellas en el
firmamento de una Córdoba reconquistada para la libertad.
Cuando aparecen las primeras luces del
día, sin poder ver el fin a una noche fría, insensible, inclemente y cruel,
Jesús es devuelto al prefecto Poncio Pilato, que aún sumergido en la duda e
influenciado por su segunda esposa, Claudia Prócula, desea saber algo más, “¿qué
es la verdad?”, pero no encuentra respuesta ante el amantísimo y piadosísimo
rostro de un Jesús que sabe de aquellos corazones duros, negados y ciegos, en
la vanidad. Pilato, ante la negativa, sale de nuevo afuera, y ante la ciudad
que fundara el general Claudio Marcelo en el siglo II a. C., que fuera colonia
patricia y capital de la Bética casi siete siglos, luego tres más cristiana
visigoda, proclama que no encuentra delito en Él. Pero ante el temor de las turbas
que ignoran o rechazan la Gracia y Amparo de una Madre cariacontecida,
apesadumbrada y consternada, insisten una y otra vez en que condenen al
inocente; sus oídos temerosos y su mirada aterrorizada no alcanzan a escuchar
el susurro de la delicada figura de la que es Señora y fuente de la Alegría. Se torna Pilato. Al punto levanta el brazo, y
comienza al pie de la torre de San Nicolás de la Villa el andar valiente, sin
concesiones, largo del Señor de la Sentencia, caminar elegante y sin
estridencias, que muestra el poderío, señorío y soberanía de una tierra,
Córdoba, que pese a quien pese, siempre y
por siempre, será Cristiana, sede de la verdad y la vida.
Pilato alarga la agonía, “tomó a Jesús y mandó azotarle”[12];
Nuestro Padre Jesús Preso y Amarrado a una columna, el Señor de los curtidores
y guadamacileros, según Santa Brígida, se desnudó por sí mismo, se abrazó a la
columna y alargó las manos para que lo maniataran. “Los bárbaros verdugos se lanzan armados de látigos sobre el inocente
Cordero, uno le hiere en el pecho, otro azota las espaldas, otros descargan sus
látigos sobre las piernas y costados, sin que su cabeza sagrada y su divino
rostro se vean libres de los golpes. La Sangre de Jesús corre, quedando bañados
en sangre divina los azotes, las manos de los sayones, la columna y la tierra”[13].
Y en la sobriedad de un enlosado de caoba, solo quietud para recibir el dolor
por nuestros pecados, una columna testigo de Aquel que ofrece su espalda para
mostrar por qué razón donde abundó el pecado sobreabundará la gracia;
pausadamente inicia la subida elegante, selecta, distinguida, entre columnas de
naranjos, envuelto en la fragancia del azahar y el incienso.
¡Ay, Madre de la Merced!, que rompes ataduras,
separas los eslabones de las cadenas que atenazan al preso y cautivo; ¿por qué
no puedes liberar a este inocente confinado en la cárcel de la ingratitud e
indiferencia con una de las llaves que engalanan tu hermoso y sublime palio? Tu
Eterno y glorioso Hijo eleva la mirada buscando el consuelo maternal y
paternal; ¡Madre de la Merced! Una cohorte de ebrios soldados “le cubren con un manto de grana, y
entretejen una corona de espinas, se la ponen en la cabeza, y una caña por
cetro en su mano derecha”[14].
Mira, Señor de la Coronación, a qué extremo te ha llevado el amor. Si ayer
fuiste abandonado en la prisión, hoy tus hijos desde el Zumbacón, que lo mismo
rompen la madrugada que llenan de dulzura la tarde tras su Señor de la
Coronación, fuerte y vigilante, transforman las espinas dolientes en guirnaldas
de amor, bálsamo de todos aquellos que esperan la visita de la Madre de la
Merced en el rosario de la Aurora a hombros de sus hijos.
¡Ay, Madre, de eterna Amargura! ¡Ven
presurosa! Vuelve el gobernador y trae tras de sí a tu glorioso Hijo. ¿Cómo
abrir los ojos ante el cruel esperpento? Bendita Madre Trinitaria, tu corazón
desprende acíbar, mana áloe de intenso amargor, de ahí que tú solo seas la
única capaz de sanar con una lágrima la raíz honda del vil pecador. “Jesús está fuera llevando la corona de
espinas y el manto de púrpura”[15],
y un grito silencia la plaza del Alpargate: ¡”Ecce
Homo”, “Aquí tenéis al hombre”! que al punto queda roto en un estrepitoso
vociferar de las turbas, que como cornetas estentóreas, poderosas y agudas,
protestan: “¡Crucifícale, crucifícale![16]“.
¿Qué habéis hecho con la dulce y serena figura de mi bendito Dios? ¿Qué habéis
hecho con mi Rey? Sí, el Señor de los Señores. ¡Cobardes! ¡Infames! Como yo,
que por mi vileza, flaqueza, debilidades y veleidades, te encuentras expuesto
al juicio del necio, y en tanto el miedo no abre mis labios, me escondo en la
ingratitud de la muchedumbre. Pero hoy, Señor, mi Córdoba doliente y sufriente
peregrina al camarín de los Padres de Gracia a arrodillarse, contemplar y
golpearse el pecho para pedir perdón por cuantas veces callamos ante la
injusticia, temerosos de ser señalados. ¡Oh Jesús Rescatado! Por los méritos de
vuestros desprecios sufridos por mí, dadme la gracia de sufrir con paciencia y
alegría las injurias y afrentas que reciba y delante de ti, no tras de ti, vestir
la túnica y alumbrar tu penoso caminar, porque duro es el tránsito hasta llegar
a la vida eterna. “Un sentimiento, una
ilusión”. “Gloria a ti Trinidad, y al cautivo libertad”.
Las criaturas ya han colmado el cáliz de
la hiel condenando al creador, al Hijo del Dios vivo, al Rey del universo,
Señor de cielo y tierra. El Procurador se quita de en medio, no ha dejado en
paz al justo desoyendo la voz de la esposa y entrega a nuestro Padre Jesús
inmerso en la locura de la pena, pena de un pueblo que por su boca se ha
condenado y se ha instalado en la perdición. A un tiro del enlosado trinitario
sacan a Jesús de las Penas, al estrado de San Andrés; allí desvisten al rey
burlado de la escarlata, y revisten al apacible, bello y vigoroso Gitano con
sus propios vestidos. Decía San Ambrosio, que “obraron así para que Jesucristo fuese conocido al menos por sus
vestiduras, puesto que su hermoso rostro estaba tan desfigurado por la sangre
derramada y las heridas recibidas, que no podía ser fácilmente de todos
conocido”. Lejos de esconderse, el Señor de los gitanos, a hombros de sus
aguerridos costaleros, se abre paso triunfante; cambios elegantes y alegres que
muestran una celestial sinfonía de amor que dispone el alma a acometer la vía
dolorosa con el brío del que sabe que la Esperanza espera, está al final, nada
puede con el poderío de Jesús de las Penas que con gallardía y airoso da la
vida: ¡A esta es! ¡Vamos de frente!
Al instante, “tomaron a Jesús, y Él cargando con su cruz, salió hacia el lugar
llamado Calvario”[17].
¡Qué Señorío! ¡Qué poderío! ¡Su hablar y actuar es con autoridad! Dice lo que
hace, y hace lo que dice. Quien quiera venir tras de mí, niéguese a sí mismo y
cargue con su cruz. Sí, Señor de los Reyes, nadie te impone la cruz, eres tú
mismo quien abraza el tronco, signo de perdición y condena, para transformarlo
en el tallo que nos abre a una nueva vida en plenitud. Abrazas la cruz mirando
al horizonte, signo de que el amor es el único que construye puentes, que sólo
mueve en verdad la caridad. Las turbas insensibles se escandalizan y se
enrabian al contemplar la magnitud del gesto, trastornadas gritan y vocean al mirar
cómo abrazas con fuerza y vigor el madero que marca la verdad de la vida
humana; y en el transitar, elevado sobre las aguas del Betis, con tus pies,
bendices el agua que va allende del inmenso mar que se dibuja en el azul de los
ojos del Dulce Nombre de María, que lanza al vuelo las bambalinas al acorde de
un humilde y melodioso canto: “Proclama
mi alma la grandeza del Señor, se alegra mi espíritu en Dios mi salvador”.
Alguien dijo: “¿de Nazaret puede salir
algo bueno?” Sí, incrédulo Natanael. Ven, acércate y contempla al Nazareno que “como un cordero al degüello es llevado y
como oveja ante los que la trasquilan está muda, él tampoco abre la boca”[18].
Contempla la quietud, serenidad, paz, dulzura del Nazareno que humildemente
calla, recogido en el dolor y sufrimiento que “la natural flaqueza apenas le permite tenerse en pie por la sangre
derramada en los anteriores tormentos. Mírale cubierto de heridas, con el
pesado madero cargado sobre los hombros”[19].
Y como devoto hijo no queda otra palabra que:
Padre
nuestro, Jesús Nazareno
soberano
que aclaman los siglos
y
Señor que bendice los cielos,
mi
palabra dé gloria a tu nombre,
valedor
de la herencia del Reino,
pues
la mano que vence la muerte
reconoce
en tu diestra mi pueblo.
El
latido cansino del alma
acompasa
con un ritmo nuevo,
primavera
vital que convierta
en
vergel florecido el desierto.
Que
la fe vacilante se torne
blanco
cirio prendido en tu fuego;
que,
contigo en el itinerario,
no
me falte, Señor, el sustento
del
tesoro de tu Providencia.[20]
Providencia que el padre Cristóbal de
Santa Catalina descubrió en el recogimiento y silencio de nuestra sierra
cordobesa, se abajó y humilló como el divino Nazareno, y en la profunda
confianza, sabedor de quién se había fiado, fue derramando su gracia colmando
de riqueza a los pobres abandonados.
Humilde Nazarena, blancura de azucena,
madre virginal, consuelo del que llora, que levantas al que cae, no padezcas
más viendo cómo se aleja el don de Nazaret. ¡Madre y Señora mía! Cómo quisiera
ser el joven Juan para abrazarte y dulcemente apagar tu llanto, secar tus
lágrimas, apagar tu tormento.
Vuelve
a nosotros tus ojos,
donde
la gloria se espeja,
y
al finalizar un día
nuestra
procesión terrena
hagamos
con tu Hijo
estación
de penitencia
en
la Catedral divina
donde
el Padre nos espera
para
unirnos en su abrazo
en
una Córdoba eterna.[21]
Ya vienen, en un caminar sobrio, del
corazón del Alcázar viejo, los nazarenos blancos y morados de Pasión; en el
arco de las caballerizas asoma la figura del Señor de los hortelanos. Al candor
del correr de las aguas en el Alcázar de los Reyes Cristianos, Señor de la
Pasión, viene a mi memoria mi pueblo, mis abuelos, mis huertas floridas, vergel
de flores y azahar, de jilgueros y de guindas, de madreselvas y arroyos, con el
agua cristalina, que borda verdes tapices de hortalizas. Cuando te contemplo
camino de la Catedral, imploro tu bendición, y que derrames agua milagrosa que
haga fecundos los corazones de tus hijos que en el barrio viejo salen con sus
mejores preseas a recibir al precioso lirio y sublime rosa que esconde la cal
de San Basilio. Hasta las aves del campo sobrevuelan el firmamento para recibir
a la Reina del Amor, expectantes vigilan desde la espadaña y una multitud de
golondrinas revolotean en torno a la Divina Señora y Ella las envía presurosas
en este caminar doloroso para que suavemente quiten las espinas de tus dulces
sienes, Señor de la Pasión.
En este instante me arrodillo ante ti,
Madre y Reina de la Trinidad; una súplica nace de la hondura de mi alma, una
oración a la cálida y tierna Madre, baluarte en el que hallo abrigo ante la
tentación de abandonar y huir, ante la contrariedad y el dolor.
¡Oh,
Lirio magnífico deslumbrante de hermosura!
Purísima
arca y sagrario en Nazaret,
excelsa
y silente discípula del amado maestro,
merced
de la divina Trinidad en el Gólgota.
¡Oh,
Lirio blanco de la Trinidad!
Bendita
Madre, luz del don de la vida,
excelsa
Señora, aliento en el caminar sufriente,
feliz
joven que ennobleces el alma mía.
Madre
vigilante en la debilidad,
lucero
en el horizonte de la existencia,
pilar
en el decaimiento y la tristeza,
fuego
que prende el corazón herido.
Aviva
el espíritu de este pecador
con
la dulzura y viveza de tu mirada,
cuida
del sacerdote de Cristo
que
en alianza de amor eterno
prendido
está en tus benditas manos.
¡Oh, Lirio Blanco de la Trinidad! Azucena
que floreciste a la sombra de la espadaña de San Agustín, rosa escogida que
brotaste en una calle de la Axerquía, a medio camino de la iglesia fernandina
de San Lorenzo y del templo donde emerge triunfalmente la figura del custodio
de la ciudad. En un patio de arriates, de celindas y damas de noche, Madre
bendita de la Trinidad, nos dejaste la impronta de la divinidad. Una pequeña
Betania, donde adoptaste a un joven artista, que quisiste no quedara solo y encontrara
en ti el corazón y la ternura de una madre que nunca lo iba a dejar de su mano.
Ya no habría soledad. Allí en el silencio, contempló con claridad el reflejo de
un lirio, la azucena de inmaculada blancura que resplandecía en la inmensidad
de la noche cordobesa y que le susurraba al corazón la beldad y hermosura de la
Llena de Gracia.
“Lirio blanco de la Trinidad, rosa
resplandeciente que embellece el cielo”, que vas tras las huellas del hermoso Nazareno
de la Trinidad, que en la estrechez y angostura de Deanes, ya por la gente, ya
por la sangre que mana a borbotones de sus sienes, nublan la senda de esta vía
Sacra, una mirada perdida y ausente de consuelo. Al punto, una joven valiente,
aguerrida, figura de las mujeres santas, sale con un paño de lino a enjugar tu
celestial estampa, para ser relicario donde los pequeños y jóvenes de espíritu trinitario
contemplen tu eterna belleza. Y como decía Pemán:
“No
salió al paso del Dolor por pura
voluntad
compasiva de consuelo.
Buscaba
ya el tener en su pañuelo
impresa,
para siempre, la Hermosura”.
Nazareno de la Trinidad, alarga tu mano,
y bendice a la joven Verónica, ariete que rompió la muralla del escarnio para
abrir la senda hasta tu corazón malherido y así entraran las benditas mujeres
que sollozaban desconsoladas, porque si esto hacían con el leño verde qué no
harían con el seco.
Y también, para que Tú, bendita Madre y Señora
de la Caridad, a hombros de los costaleros del Buen Suceso y las luminarias de
sus humildes nazarenos, pudieras dejar una mirada, un abrazo, un beso al fruto
de tus santísimas entrañas, que molido y ultrajado, caminaba derramando divinas
misericordias. Un Buen Suceso que desconcertó a la soldadesca, que extrañados
se preguntaban, quién puede acercarse a este engendro irreconocible para el
género humano. Con prontitud disolvieron este éxtasis de amor; y viendo que
tanta ternura hacía flaquear al varón de dolores, se vinieron a ponerle un
Cirineo que entrelazó sus manos con las del Maestro quedando transformada una
voluntad solidaria, sometida y dirigida por el poder, en un acto de caridad
extrema como la que siguen hoy realizando los cofrades de nuestra Córdoba con
extraordinaria generosidad, espíritu de servicio y silentemente en las Caritas
parroquiales, hogar de San Pablo, casa del transeúnte, acción misionera, en
defensa de la vida; teniendo como única bandera dar la vida si así fuere
necesario por los pobres, por Cristo pobre.
Cayó.
Todo se abate en su caída…
el
cielo, al ver su gloria así rendida,
a
derrumbarse va sobre la agreste
inmensidad
vencida y desolada…
Pero
Él clava en la altura su mirada
¡y
sostiene la bóveda celeste![22]
(Manuel Machado)
Camino del monte Carmelo cordobés, en el
barrio de los piconeros, a extramuros de la ciudad, vienen a contemplar a Jesús
Caído. Cada Jueves Santo los cielos se abren y los ángeles derraman lágrimas,
lluvia para hacer fértil una tierra que es inclemente ante el escarnio que
sufre el inocente. Hundido en la tierra, en el océano del dolor y sufrimiento,
nos miras Jesús Caído, cálida y misericordiosamente. Tu mano toca la roca de
nuestro interior, un corazón árido, estéril, un yermo de desdicha que transformas
en buena tierra, en un oasis alimentado con tu sangre derramada; que dejas al
cuidado de la amante compasiva Señora del Mayor Dolor en su Soledad.
Ya toca a su fin la empinada vía Dolorosa
y nuestro Señor paciente, dócil, sumiso, divisa al otro lado de la puerta de
Damasco el tabernáculo de su suplicio; haciendo verdad que solo aquel que desee
pasar por la puerta de la aguja tendrá partido en él. Es lo que nos enseña el
Señor de San Lorenzo, Nuestro Padre Jesús del Calvario, cuando somos invitados a compadecer con Él en
el rezo y contemplación del Vía Crucis, a sobrecogernos en ese éxtasis de
entrega cada viernes transitando por la puerta de Plasencia hasta un campo de
blancos marrubios, el calvario del Marrubial. Hoy, Señor humilde, sobre un paso
que ha arrebatado el oro de la puerta hermosa del Templo de Jerusalén, pasas
bajo el arco triunfal que cada Miércoles Santo te lleva al más bello y hermoso
calvario envidia de la humanidad: nuestra Catedral.
Madre del inmenso Dolor, no hay abrazo ni
caricia que apague tu quebranto cuando impotente miras al Divino Pastor que
modelara Fray Juan Bautista de la Concepción camino del Calvario.
¡Oh, Madre del Mayor Dolor! Aún no claves
tus ojos azabache en la mirada del que eres esposa e hija desde la eternidad,
el Padre bueno y compasivo, todavía no ha acabado el escarnio y el suplicio, la
mofa, la burla del que fuiste Sagrario; queridísima Madre, el necio gobernante
sigue creyendo que puede salir del aprieto en el que el viejo culto le ha puesto.
Ahora tu dolor se irá haciendo más irresistible, hiel y amargor, que como decía
Manuel Salcines:
Tu
Mayor dolor Señora
después
de tanto tormento
se
convierte en rosas rojas
que
caen sobre San Lorenzo
cuando
despierta la Aurora.
Unos celestiales acordes truncan la
malevolencia, execración y envidia de aquellos que se mofan e insultan al
excelso Redentor. Se escucha la melodía del Señor de Capuchinos, que hace
brotar un aliento nuevo en el debilitado corazón de Jesús que se yergue, se
alza, para llegar con andar airoso, vibrante y acompasado, triunfante a hombros
de los costaleros de Humildad y Paciencia. ¡Ahí quedó! De pie, con los brazos
abiertos para ser despojado de tus vestiduras, no aceptas brebajes que apaguen
los sentidos. Señor, humilde y paciente, quedas al desnudo, desnuda la
inmaculada verdad que en breves instantes será la imagen viva del Cristo de los
desagravios y misericordia. ¡No corras bella y sublime Paloma! Toma aliento en
el vergel de la Merced, embriágate de la luz que pasa tras la red que te cobija
y agranda el bruñido de la plata, oro en el fruto de tu mano, para ser
esperanza con la otra. Paloma de Capuchinos, en tus labios llevas la luz de un
nuevo amanecer lleno de perenne felicidad.
“Llegados
al lugar llamado Calvario, le crucificaron allí a él y a los malhechores, uno a
la derecha y otro a la izquierda”[23]. Aquí se cumple Señor lo que anunciaste
a tus más allegados “cuando yo sea
levantado de la tierra, atraeré a todos hacia mí”[24].
Y así es, Santísimo Cristo del Amor, un reguero de luminarias, un torrente de
amor baja por Beato Henares hasta la sede de Osio para decirte:
No
me mueve, mi Dios, para quererte
el
cielo que me tienes prometido,
ni
me mueve el infierno tan temido
para
dejar por eso de ofenderte.
Tú
me mueves, Señor, muéveme el verte
clavado
en una cruz y escarnecido,
muéveme
ver tu cuerpo tan herido,
muévenme
tus afrentas y tu muerte.
Muéveme,
en fin, tu amor, y en tal manera,
que
aunque no hubiera cielo, yo te amara,
y
aunque no hubiera infierno, te temiera[25].
No pases de largo nazareno del Amor, no
seas como los escribas y fariseos que encolerizados derraman la podredumbre de
su alma en burlas y blasfemias. Contempla la grandeza de la bondad, abre los
oídos y escucha: “Padre, perdónalos porque
no saben lo que hacen”[26].
Déjate alcanzar por las inflamadas saetas que desde ese trono de amor lanza
nuestro Señor a tu corazón. Son las señales del gran amor que te profesa, por
el que te libra de la esclavitud del pecado y de la muerte eterna, anda y alégrate,
huye de la división y edifica la comunión.
“Los
soldados, después que crucificaron a Jesús, tomaron sus vestidos, -con los que
hicieron cuatro lotes, uno para cada soldado- y la túnica. La túnica era sin
costura, de una pieza, tejida de arriba abajo. Por eso se dijeron: no la
rompamos; echemos a suertes a ver a quién le toca”[27]. En este monte de la ignominia, los que
tienen ensombrecido el corazón por el dueño de las tinieblas, presos de la
codicia y la envidia, como hienas se baten violentamente por poseer los
despojos del justo; en este dantesco monte se alza con la mirada perdida el
Cristo de mi adolescencia y juventud, al que tanto interrogué por la verdad de
mi incipiente vocación sacerdotal. Sí, mi Señor de la Agonía, que ignoras al
centurión que te acerca la esponja empapada en vinagre, no quieres apartar la
mirada de tus hijos que de las cuevas surgieron al amparo de la Señora de la
Salud, que con esfuerzo, sacrificio y apasionada generosidad, liderados por un
pequeño y humilde sacerdote con corazón de pastor bueno, ladrillo tras
ladrillo, hizo que un Gólgota agónico no quedara a merced de la suerte, ni a la
hiel de poderosos.
El atrio de la Catedral, henchido en una
nube de incienso junto con la fragancia del azahar, acoge al Santísimo Cristo
de las Penas que vierte dulzura al alma en el recogimiento de quien es testigo
del nacimiento de la Córdoba cristiana; Cristo de la Sangre ante el que se
arrodillaron los valientes y devotos Templarios y Caballeros de Santiago. Hasta
este Gólgota que desean confiscar sigues trayendo en sí las plegarias del
barrio viejo que alarga la mano para tocar el brazo de la cruz entre sollozos y
suspiros en la plaza de la Corredera. En la solemnidad del momento nos dejas a
la Virgen de los Desamparados. La madre virginal, la madre tuya la entregas al
discípulo amado: “Mujer, ahí tienes a tu
hijo”. Luego dices al discípulo: “Ahí
tienes a tu madre”[28].
¡Oh, qué mirada!, dos rostros, los ojos de uno en el otro, ¡cuánto amor se
respira!, ¡cuánta ternura!, ¡cuánto dolor!, ¡cuánta esperanza! Desde tu cruz,
desde donde corre tu sangre y a donde me invitas a acercarme, yo escucho todo
tembloroso esta palabra tuya y esta revelación de una ternura, cuyo sentido
siempre me supera. Virgen María, Purísima Concepción, aunque indigno, recíbeme
como hijo tuyo: cuídame, defiéndeme, ayúdame en mis necesidades.
El día se hace noche, la oscuridad cae
sobre esta ara basilical de San Vicente, crisol que alberga la sangre de
innumerables testigos de la fe. Se acerca el terrible y ominoso momento, todo
enmudece como dice el poeta:
“Bosques,
nubes, estrellas, mares, montes
enmudezcan
al ver la roja herida
que
desgarra los negros horizontes,
al
ver sobre la noche del Calvario
la
cruz, la áspera cruz, sola y erguida,
y
un Dios muriendo en ella solitario.[29]
En el profundo silencio un grito
desgarrador: ¡Padre! Y contemplando la casa del Creador, el Santísimo Cristo de
la Expiración dijo: “Todo está cumplido”[30],
y al instante la profesión de fe de un pagano: “Verdaderamente este hombre era Hijo de Dios”[31].
El crucificado no deja a nadie indiferente. La vida del crucificado fue un
constante canto de oración: en la elección de los discípulos, en la
multiplicación de los panes, en las curaciones, en Getsemaní. Siempre
sacerdote, Cristo sacerdote mostrando al Padre e intercediendo por el pueblo.
Divino Cristo de la Expiración, hasta en tu último hálito llevas los hombres a
Dios, cuida de tus sacerdotes, consiliarios de las hermandades, y de todos
aquellos que se preparan para realizar el incruento sacrificio eucarístico y
perdonar los pecados en tu nombre. Que por la intercesión de la Santísima
Virgen del Rosario Coronada, sean calas de pobreza, castidad y obediencia.
No les ha bastado a los conspiradores y
verdugos quitarte la vida, que corren presurosos a borrar la huella de tu paso.
Pero en su ignorancia e insolencia no fueron conscientes de que su prisa
abriría el manantial de la vida porque “uno
de los soldados le atravesó el costado con una lanza y al instante salió sangre
y agua”[32].
Queridos cofrades, ¡contemplad al Santísimo Cristo de Gracia! ¡Mirad al que
traspasaron!” Dejad que su gracia os purifique, vivifique y sane las heridas de
vuestros pecados. En el insuperable y magnífico trono gótico salido de la gubia
de mi admirado y querido Miguel Arjona, emerge la universal, imponente y
soberbia figura de un Cristo enamorado del hombre que se derrama hasta el extremo.
Extendidos y desahogados brazos para acoger a toda la humanidad, y como en
Belén los pastores, los sencillos se arrodillan, sienten, aman y con un manojo
de espárragos dicen gracias a la Divina Gracia. En esta noche, amado corazón de
Gracia, de la mano de mi hermano Fermín, cofrade ejemplar, y de tu familia
trinitaria queremos rezarte diciendo:
Resplandecen
los luceros
la
noche del Jueves Santo
y
a tierra bajan los cielos
para
llorar tu quebranto,
Dios
de los esparragueros.
Clavado
está, Padre mío,
en
el árbol de la cruz
tu
cuerpo desnudo y frío;
lo
va besando la luz
de
los cirios encendidos.
Por
el dolor de tus llagas,
por
tu corona de espinas,
por
tu sangre derramada
dame
la salud perdida
Divino
Cristo de Gracia.[33]
María Santísima de Vida, Dulzura y
Esperanza, quieta y sola al pie de la cruz. En el dolor profundo del abandono, contemplando
la cabeza inclinada de tu renuevo, fruto de tu talle, nos ganas la piedad, la
virtud y la dignidad del costado de tu hijo yerto. Dignidad para todos tus
hijos. El Papa Francisco se sorprendería al observar cómo la periferia viene a
mostrar el dulce amor del Cristo Piadosísimo al corazón de la ciudad y, en este
año, al corazón de la Iglesia cordobesa. Te pido Madre que intercedas por
nosotros al Cristo de la Piedad, para que nuestros corazones se abran al Padre
y clamen “ABBA”; que declamen tantas jaculatorias como puntadas salidas del
taller de vuestras manos y así alcanzar la mansedumbre y templanza que acabe
con la ira, la soberbia y egoísmo de nuestra sociedad dividida en ricos y
pobres.
Danos,
Señor,
fe
para reconocerte
en
la presencia normal de un hombre
como
María supo reconocerte.
Danos,
Señor,
manos
para tratarte
y
acogerte
con
la ternura
de
las manos de tu Madre.[34]
Afirma San Alfonso María Ligorio que “Jesús clavado en la cruz es la gran prueba
del amor de un Dios”, la última estampa del Compás de San Francisco, porque
la primera la dibujó el pobre de Asís al mostrarnos el pesebre, ambas nos
declaran admirablemente el amor y la infinita caridad que profesa al hombre que
hizo exclamar a San Francisco de Paula por tres veces: “¡Oh Dios Caridad!, ¡Oh
Dios Caridad!, ¡Oh Dios Caridad!” Del costado abierto de Cristo brotan los
sacramentos y también el manantial de caridad que ha llevado a esta vetusta e
inmemorial hermandad desde sus orígenes a atender a los desvalidos y moribundos.
Alberga en su patrimonio no solo ilustres nombres en el albor de la reconquista
y unidad de España, de la jerarquía eclesiástica y de un ejército de filas bajo
la bandera de la Caridad; sino también un jardín de obras pías y fundaciones
para enfermos, tullidos, desvalidos, presos y excluidos que culminan en la gran
obra del hospital de la Caridad del que queda el testigo de las piedras que lo
sostuvieron. Desde este atril, imploro a todos los cofrades, bebed de esta rica
historia y discernid cuál es el patrimonio que más agrada al Dios Caridad.
Hermanos cofrades, levantad los ojos y
mirad a este hombre, varón de dolores, mirad este altar de la cruz en el
imponente crucero de nuestra Catedral, salud callada de la humanidad que
derrama clemencia desde la abertura de su corazón, que colma de compasión y
misericordia a sus hijos, que rescata a las almas que esperan la visión
beatífica, y recibe en la gloria a aquellos que en una buena muerte han corrido
la misma suerte que el maestro. En este lugar, sede del apóstol, el Señor nos
muestra la unidad de la Iglesia peregrina, purgante y triunfante.
Contemplad al crucificado, tan
desfigurado tiene el aspecto que no parece hombre, “despreciable y desecho de los hombres, varón de dolores y sabedor de
dolencias, como uno ante quien se oculta el rostro, despreciable, y no lo
tuvimos en cuenta”[35]
. Besad las llagas y bebed su cáliz, de Aquel que custodia el Arcángel San
Rafael, medicina de Dios, medicina del alma. Llama a sus devotos para que en el
areópago universitario se escuche la voz de la sabiduría que dice:
“Hijo
mío, si das acogida a mis palabras
y
guardas en tu memoria mis mandatos,
prestando
oído a la sabiduría,
inclinan
tu corazón a la prudencia;
si
invocas a la inteligencia
y
llamas a voces a la prudencia,
si
la buscas como la plata
y
como un tesoro la rebuscas,
entonces
entenderás el temor de Yahveh
y
la ciencia de Dios encontrarás”.[36]
Todo ello bajo la contemplación de
aquella que vio cumplida la profecía del anciano Simeón. Que como un junco a
merced del viento impetuoso de dolor al pie de la cruz, la Virgen de la Presentación
trae a la memoria aquellas palabras que hieren su alma hasta el extremo: “¡y a ti misma una espada te atravesará el
alma!”[37] Pero no llores Madre mía, porque también tu
Hijo viene a iluminar a los incrédulos y a ser nuestra gloria. Queremos, Madre,
que despiertes de este trémulo sufrimiento y coseches entre cantares la
inocencia de tus hijos que llevan prendidas las almas con la luz del bautismo para transformar tu estancia
en un haz de caridad. Madre y Señora de la Candelaria, que transformas la noche
en día, el crepúsculo en alba, el desierto en prado fértil colmado de aroma a
jazmín y azahar.
El montículo del oprobio cada vez abriga
más la soledad, pero aún corre silenciosamente la sangre por los pies del
divino esposo. Un sonido ronco se abre paso en la noche enlutada y la luna
tiembla, y la luna gime, y la luna llora observando el paso de la Salud por las
recónditas callejuelas del barrio de la Catedral. Hasta aquí vienen por el
sinuoso empedrado, a escondidas en los recovecos de las plazuelas, o al abrigo
de la puerta Almodóvar o del Portillo, o asidos a la reja cisterciense, o a la
sombra de la espadaña trinitaria, incontables corazones enfermos de amor,
inquietos, en busca de respuestas, curiosos y aventureros, y corazones amantes
en busca del enamorado que rezan y que cantan:
Delante de la cruz, los ojos míos
quédenseme, Señor, así mirando
y sin ellos quererlo, estén llorando,
porque pecaron mucho y están fríos.
Y estos labios que dicen mis desvíos,
quédenseme, Señor, así cantando,
y sin ellos quererlo, estén rezando,
porque pecaron mucho y son impíos.
Y así, con la mirada en vos prendida
así con la
palabra prisionera,
como a la carne a vuestra cruz asida.
Quédeseme, Señor, el alma entera
así clavada en vuestra cruz mi vida,
Señor, así cuando queráis me muera.[38]
En esta noche donde las tinieblas toman
posesión de la tierra, la pasión de la luna en el firmamento hace arder las
almas puras que ven en el crucificado al Hijo del Dios vivo, revistiéndolos de
hermosa blancura, transformando el silencio fúnebre en un silencio blanco que
derrocha a raudales Misericordia. Reina y Señora de las Lágrimas, en el
delicioso canto de Amargura, guarecida en el malva de tu palio, sostenido por
doce báculos de oro, que cándidamente mecen tu estampa por la calle del Poyo
hasta la basílica de San Pedro, alcánzanos del Cristo de la Misericordia la
gracia de ser buenos consejeros, acoger al peregrino, compartir la sabiduría,
asistir al enfermo y alimentar al hambriento, apagar la sed del que busca la
verdad, compasivo con el que erra, y misericordioso con quien nos ofende,
consolar al que sufre, y manso con los defectos de los demás, estar con el que
padece en soledad y vestir a quien ha sido desnudado de su dignidad, y siempre
interceder por los que aún peregrinan y rezar abundantes plegarias por los que
nos han precedido en el signo de la fe, nuestros difuntos.
Arca de San Pedro que guardas en tu
interior la oblación de los valientes, el eco luminoso de sus vidas traslada
nuestros pensamientos a esa Hermandad, heredera de los puros beneficios de la
bandera del Rey Eternal que San Ignacio tan eminentemente nos hizo amar, que
camina en el más puro rigor, austeridad y recogimiento, que con sus benditos
pies declama un susurro que nos eleva a contemplar al Cristo de la Buena
Muerte. Vuelve, cofrade, tus ojos a la belleza y perfección de una buena
muerte. Excelencia a la que hemos de aspirar; ya sé que dirás que no anida tu
corazón gallardía y valor para padecer la misma muerte. ¡No tengas miedo,
cofrade de la Buena Muerte! El Señor, sabedor de nuestras dolencias y miedos,
nos ha dejado a su bendita Madre, la Reina de los Mártires, y al son del himno
doliente de “Salve Regina Martyrum” nos insufla el aliento para vencer en la
gran tribulación. En su portentoso palio y manto lleva grabadas las palmas de
la victoria y en las cartelas las imágenes de aquellos que Duque Cornejo
estampara en el coro de la Catedral. No hay gemas ni filigranas más excelsas
que coronen a Nuestra Señora que el don de nuestros mártires: San Acisclo y
Victoria, San Zoilo, Rodrigo,…. Victoria Díez y mártires del siglo XX; y con
ellos nuestros santos: Juan de Ávila, Cristóbal de Santa Catalina, Rafaela
María… Ellos son el honor y la gloria de Córdoba.
Aún queda un último gesto de compasión e
inmenso amor. El Señor de la vida no ha dejado en el olvido a todos aquellos
justos que murieron esperando ver la gracia de este día. En este monte, Madre y
Señora de las Tristezas, Señora de las Montañas, que acoges al ermitaño que
vive penitentemente por nuestros pecados, Tu Divino Hijo, rescata del profundo
y maloliente infierno a todas aquellas almas por las que nadie oró porque no
conocieron el poder de la cruz. El Señor, Remedio de Ánimas, nos da la última
lección: es justo, necesario y santo, rezar por nuestros difuntos. Por ello, los
fieles de Ánimas, en los humilladeros de la calle Cristo, plaza Olmos y en el
rincón de la portezuela de San Lorenzo, acogían limosnas para que ardieran las
lámparas sin consumirse, en sufragio, reiterando en el tiempo el signo del
Señor de Ánimas en el calvario: ganar todas las almas para la gloria del
Paraíso.
Quiéreme
Señor de Ánimas,
condona
mis pecados,
déjame
agarrar las azucenas
de
tus pies y manos
para
no volver a caer,
acógeme
allí donde ya no existirá
el
tiempo ni el espacio,
allí
donde ya no habrá día y noche,
allí
donde todo es alegría sin fin.
Todo ha llegado a su término, Señora del
Buen Fin. Las nubes despejan el calvario y reluce el colorido en el Campo de la
Verdad. Hasta ti, Madre del Refugio, que has permanecido sola ante el dolor,
llegan los santos varones José de Arimatea y Nicodemo, el discípulo amado,
María Magdalena, María de Salomé y María de Cleofás para ayudarte en el trance
de bajar del estandarte de la Redención al amor de tus amores; traen mirra y
áloe para enjugar las llagas del malherido cuerpo y vendas para revestir su
desnudez. ¡Cuántas preseas salen de las manos de los sencillos y humildes
hombres y mujeres del Campo de la Verdad! Contemplad a Cristo descender de la
Cruz, besad las llagas de sus pies y manos, besad su corazón rasgado. La cruz
desnuda está, trono de la Salvación, estandarte y emblema de los hijos de Dios,
como Santa Teresa de Jesús, rezad:
“En
la cruz está la vida y el consuelo
y
ella sola es el camino para el cielo.
En
la cruz está el Señor de cielo y tierra
y
el gozar da mucha paz, aunque haya guerra.
Todos
los males destierra de este suelo
y
ella sola es el camino para el cielo.
Es
una oliva preciosa la santa cruz,
que
con su aceite nos unta y nos da luz.
Alma
mía, toma la cruz con gran consuelo.
Que
ella sola es el camino para el cielo”.[39]
¿Qué humano puede ser tan duro como el
pedernal y quién puede ser un témpano incapaz de rendirse ante una Madre
envuelta en llanto, quebrada en la fragilidad maternal que sobre el manto de
rosas en sus rodillas duerme el cuerpo yerto de su hijo ultrajado y mancillado?
¿Qué corazón no se hiende y agrieta en lágrimas, lamentos y gemidos? ¿Qué
corazón no se desmorona al contemplarte Reina de San Agustín? ¿Se puede ser más
bella en el llanto? ¡Ay, madre de las Angustias! Ahora comprendo el amor que mi
madre sentía por ti. Escribiendo este pregón, tu mirada ha despertado un
recuerdo que había dejado en el olvido del pensamiento, la estampa de mi madre,
Isabel, cuando yo tenía nueve años, y contemplarla rota, sitiada en el llanto,
con mi hermano mayor entre sus brazos, envuelto en una sábana blanca que dejaba
traslucir el color de la sangre. Y como tú, Madre, que pausada y tiernamente
extraes las espinas de las sienes de tu hermoso Hijo y que conservas como
relicario en las yemas de tus dedos, ella iba silenciosamente, absorta en la
faz de su primogénito, empapando y enjugando la sangre de su rostro que
transformó en claveles de pasión cada día en la estancia de su sepultura hasta
su muerte.
¡Déjame,
Madre de las Angustias
besar tu rostro!
¡Déjame
abrazarte profundamente!
¡Déjame
acariciarte cálidamente!
¡Déjame
llorar contigo!
Y
llévale a mi madre al cielo
todos
los abrazos,
todas
las caricias
y
los besitos de pajarito que no le di.
“Flor del Desconsuelo”,[40]que
transida de dolor y agotada por las espantosas horas vividas, sostenida por el
discípulo amado y María Magdalena, caminas silenciosamente, tras el Señor de los
escribanos, contemplando sobre tus lánguidas manos el paño que lleva impregnado
en roleos la huella martirial del Divino Maestro y las estrellas que tus dulcísimas
lágrimas han derramado. Querida Madre, a tus plantas se despide el duelo, tus
costaleros se abrazan entre lágrimas y corazones desconsolados; y en el
sepulcro del Salvador y Santo Domingo esperan en extraordinario recogimiento y
bañados en innumerables lágrimas los ojos de los nazarenos que en un río de
luminarias, en el oscuro y trémulo anochecer, aguardan a que Tú, Madre del
Desconsuelo, des la última despedida. ¡Qué belleza sin igual en la muerte! El
duelo de cirios extenuantes se abre para permitirte que te acerques a la losa
que sostiene el cuerpo exánime de tu hijo y puedas besar sus llagas antes de
ser cubierto. Una pulcra tumba, neomanierista, dorada y policromada en color
negro con aplicaciones de plata, que manifiesta que quien aquí reposa es el
Verbo que en el principio estaba junto al Padre, que se hizo para sí un pueblo
con el que más tarde estableció una Alianza, del que tuvo infinita compasión y
misericordia y al que le anunció y prometió ver este día donde acontece una
nueva creación. Aquí yace el Divino Hijo que da cumplimiento a la Ley y a los
profetas, el grano de trigo que muere en espera de una nueva primavera.
La piedra ya ha sido corrida, todo ha
enmudecido, y la quebrada Madre del Redentor camina allí donde la sangre vertida
del costado de Cristo traspasado ha hecho brotar una preciosa flor, el convento
de San Jacinto, iris que luce esplendorosamente en la cal de Capuchinos. Allí,
cobijada en portentosas yeserías en un cielo azul, se encuentra la Madre y
Señora de Córdoba, la excelsa reina de las almas dolientes y sufrientes de
nuestro pueblo, la Señora de los Dolores, Coronada con las preseas de
gratitudes de los cordobeses, que en su corazón herido por siete puñales,
recibieron el don de una vida de dulzura y paz. Hasta Ti, corazón herido de
amor de Dios, acude un reguero de peregrinos a contemplar tu rostro doloroso,
almas abatidas que prenden pábilos vacilantes a punto de ahogarse en sollozos y
suspiros por los pecados cometidos. He visto Madre de los Dolores, cómo esos corazones
tornan de tu presencia con unos ojos henchidos de esperanza, confortados y
fortalecidos para seguir la senda diaria de la vía dolorosa que nos ha de
llevar a contemplarte coronada como Madre y Señora de Cielo y Tierra. Por ello, Señora de los Dolores, en esta
noche, antesala de la semana de la Pasión, me uno al poeta que te implora:
“Óyenos,
bienaventurada Señora Nuestra de los Dolores.
Desde
tu luto al pie de la Cruz la tarde de la hiel y de la sábana.
Desde
los clavos y las espinas que se han
posado
en tu mano como un ave funesta
y
son a la vez áureo regalo de salvación.
Tú
que eres Corazón de Dolor
salva
a los que se ahogan en el oleaje
de
sus corazones apasionados,
socorre
a los que caminan cayendo
en
el exilio de su calvario….
…Reina
enlutada de los Servitas.
Reina
descalza de las calladas penitencias.
Reina
del duelo en el Viernes de la Tristeza.
Reina
dolorosísima que lloras implorante por nuestro destierro,
danos
un día la ciudad eterna de tu Hijo, la
almenada
ciudad de Dios que será otra Córdoba celeste.
Madre
coronada de Córdoba atiéndenos.
Corazón
de Córdoba escúchanos.
Señora
de Córdoba óyenos y
llegue
nuestro clamor a Ti.[41]
¡Oh, Soledad! ¡Oh, Clausura, tierna y
delicada! ¡Oh, Madre callada! ¡Oh, Soledad! Cansada ya de llorar, triste y
afligida está la Virgen en su Soledad. Nadie a tu lado, solita e inalterable con
tu pena y dolor en el hogar de Santiago. En la casa del apóstol origen de la fe
de España y que te dejó en un Pilar para sostenernos unidos ante la adversidad
y contiendas de la vida. ¡Oh, Soledad! No llores Madre del alma, no llores Madre
querida, que la tristeza me ahoga, me ahoga verte tan afligida por mis pecados,
déjame Madre mía. ¡Oh, Soledad!, enjuga tu llanto. ¡Cofrade de Córdoba! No
duermas. ¿No alberga tu corazón entrañas de compasión para acompañar a la Madre
del que entrega la vida por ti; tan lóbrega y tosca tienes el ánima que no hay
un instante para abrazar, colmar de besos, caricias a mi Señora de la Soledad?
Todos se van, amante y bendita Madre, todos sueñan ajenos a tu inmenso pesar,
dulce Señora; yo en tu Soledad, háblame. Y ella con una voz temblorosa me
susurra entre lágrimas: "Miro a
todos los que viven en el mundo para ver si hay quien se compadezca de Mí y
medite mi dolor, mas hallo poquísimos que piensen en mi tribulación y padecimientos.
Por eso tú, hijo mío, no te olvides de Mí que soy olvidada y menospreciada por
muchos. Mira mi dolor e imítame en lo que pudieres. Considera mis angustias y
mis lágrimas y duélete de que sean tan pocos los amigos de Dios."[42]
¿Qué ocurre, Madre? ¿Qué te ha
sobresaltado? Quédate y descansa que aún la oscura noche todo lo oculta, todo
es silencio, todos duermen.
¿Dónde
vas Soledad triste,
“acompañá”
del silencio?
Voy
en busca de mi Hijo
que
en el sepulcro está muerto.[43]
Las mujeres presurosas salen tras la
estela que va dejando la Virgen Santísima por la calle del Sol cuando comienzan
las primeras luces del alba trazándose en el horizonte. Cuando alcanzan a la
Señora, cuyo rostro va dibujando una leve sonrisa, ensimismada en su interior,
rememorando y gustando las palabras del Arcángel Gabriel “Salve, María, llena
de gracia”; ellas se preguntaban “¿quién
nos retirará la piedra de la puerta del sepulcro? Y entrando en el sepulcro
vieron a un joven sentado en el lado derecho, vestido con una túnica blanca, y
se asustaron”. Pero él les dice: “No
os asustéis. Buscáis a Jesús de Nazaret, el Crucificado; ha resucitado, no está
aquí. Ved el lugar donde lo pusieron”.[44]
Y al pronto, ellas, turbadas y consternadas, salen presurosas, sin norte, para
acabar parando cerca de la muralla de la Axerquía, allí donde se levanta el
vetusto templo fernandino dedicado a Santa Marina. Ven la figura de un hombre,
al que confundiéndolo con un hortelano, María Magdalena le dice: “Señor, si tú te lo has llevado dime dónde
lo has puesto, y yo me lo llevaré”. Jesús le dice: “María (…) Ella se vuelve y le dice: Maestro. Jesús le dijo: No me
toques, que todavía no he subido al Padre”[45].
Pero a Ella sí, a su bendita Madre, solo a Ella deja acercarse para besarle y
abrazarle, para recibir la gratitud del Hijo. Solo la que besó y enjugó con sus
lágrimas las llagas y el cuerpo lacerado del divino Redentor. La pureza y
fortaleza de la elegida desde siempre es la que solo puede mirar y abrazar a
Dios y no morir. Él recompone el corazón marchito y ajado por tanto dolor al
pie de la cruz y María queda transformada en la Reina de la Alegría y la Vida.
Cristo victorioso camina a hombros de sus
hijos exultantes, porque han encontrado el tesoro, la perla perdida, y con un
andar triunfante van llenando de luz la calle Moriscos, Piedra Escrita… y la
vía dolorosa, transformándola en un vergel regado de frescas acequias que
llenan de vida la tierra nublada por el mal hasta llegar a la esbelta y
grandiosa Catedral. Allí el cirio de la Pascua se eleva ahora donde antes
estuvo el leño de la ignominia. Luz de pureza. Columna de Marfil. Acrisolada en
el tiempo, fruto del esfuerzo y la dulzura, para que nuestra alma, al
contemplarlo, desborde de gozo, felicidad y entusiasmo, como la bendita Señora
de Santa Marina, la Virgen de la Alegría.
Virgen de la Alegría que irradias vida
bajo un palio de malla, tejido en oro. Bambalinas que se acompasan al grito de
las exultantes gargantas de los hijos de Santa Marina, monjitas clarisas que te
piropean: ¡Guapa! ¡Bonita! ¡Eres más pura que el sol! ¡Estrella de la mañana! ¡Bendita
entre todas las mujeres! ¡Puerta del cielo! Virgen de la Alegría, preciosa y
bella como no hay hermosura igual, que todas las primaveras haces florecer en el
corazón de nuestras casas las macetas de claveles, gladiolos, calas, geranios,
gitanillas, buganvilla, jazmines, dama de noche y el inconmensurable azahar
para ser pétalos que adornen tu pelo al caer por las rendijas de tu soberbio
palio, baldaquino que guarda a la que los cielos aclaman como Madre Celestial y
los hombres como Madre y Reina de los corazones.
¡Virgen
de la Alegría!,
jubilosa
estrella de Santa Marina,
devota
y orante hija del Creador,
dulce
esposa del Espíritu Santo,
Señora
de Nazaret, madre del Sí.
Tez
sublime de hermosa pureza,
Virgen
de Fátima, susurro de los pequeños,
Morenita,
que en el cerro del Cabezo
acoges
las plegarias del corazón sincero.
Escondida,
Señora de Villaviciosa en la serranía
que
desprende aroma a tomillo y romero,
valiente
capitana, abanderada de la verdad,
conquistadora
y bella Reina de Linares.
Excelso
Rayo de esperanza y paz,
que
apaga la sed de las almas errantes
en
el manantial de tu Fuente Santa,
y
salvas a quien te nombre e implore Socorro.
Madre
del Tránsito, grata durmiente,
que
en el ocaso de la vida,
nos
adornas con el escapulario carmelitano,
llévanos
hasta el altar del cielo, Señora de Araceli.
Y
siempre, alegre y egregia Paloma Blanca,
permanezcamos
anclados a tu dulce mirada.
Salud
de los enfermos, Auxilio de los creyentes,
Divina
y tierna Pastora,
Madre
Amada de la Sierra, no nos niegues tu favor.
[1] Zac 9,9
[2] Lc 4, 18
[3] Jn 12, 13
[4] Lc 22, 15
[5] Mt 26, 26
[6] Mt 26, 27
[7] Jn 26, 39
[8] Jn 26, 45
[9] Jn 26, 45
[10] Jn 38, 33
[11] Jn 18, 36
[12] Jn 19, 1
[13] San Alfonso María Ligorio. Meditaciones sobre la Pasión de
Jesucristo. Cuadernos Palabra. Madrid 1986. Pág. 82
[14]Cf. Mt 28, 29
[15] Jn 19, 5
[16] Jn 19, 6
[17] Jn 19, 17
[18] Is 53, 7
[19] San Alfonso María Ligorio. Meditaciones sobre la Pasión de
Jesucristo. Cuadernos Palabra. Madrid 1986. Pag. 106-107
[20] Fermín Pérez Martínez. Imagen y Poesía de la Semana Santa de
Córdoba. Monte de Piedad y Caja de Ahorros de Córdoba. Córdoba, 1990. Pág. 194
[21] Ib. Pág. 198
[22] Manuel Machado. Imagen y Poesía de la Semana Santa de Córdoba.
Monte de Piedad y Caja de Ahorros de Córdoba. Córdoba, 1990. Pág. 154
[23] Lc 23, 33
[24] Jn 12, 32
[25] Anónimo.
[26] Lc 23, 34
[27] Jn 19, 23-24
[28] Jn 19, 26-27
[29]Ricardo Molina Tenor. Imagen y Poesía de la Semana Santa de
Córdoba. Monte de Piedad y Caja de Ahorros de Córdoba. Córdoba, 1990. Pág. 200
[30] Jn 19, 30
[31] Mc 17, 39
[32] Jn 19, 34
[33]Fermín Pérez Martínez. Imagen y Poesía de la Semana Santa de
Córdoba. Monte de Piedad y Caja de Ahorros de Córdoba. Córdoba, 1990. Pág. 166.
[34] Anónimo.
[35] Is 53, 3
[36] Prov 2, 1-5
[37] Lc 2, 35
[38] Rafael Sánchez Mata. 1894-1966.
[39] Santa Teresa de Jesús.
[40] Francisco José Mellado Lucena.
[41] Pablo García Baena. Ritual a Ntra. Sra. de los Dolores. Imprenta
Provincial de la Excma. Diputación. Córdoba. 1994. Pág. 37-41
[42] Santa Brígida de Suecia.
[43] Luis Melgar Reina y Ángel Marín Rujula. Saetas, pregones y
romances litúrgicos cordobeses. Publicaciones del Monte de Piedad y Caja de
Ahorros de Córdoba. Córdoba. 1997. Pág. 64
[44] Mc 16, 3. 5-6
[45] Jn 20, 15-16